Los condenados de la tierra (segunda parte)
Marcia Collazo
19.04.2012
"Comen, comen, calculan, beben whisky y hacen millones. Cantan Home, sweet home y su hogar es una cuenta corriente, un banjo, un negro y una pipa". Rubén Darío. El triunfo de Calibán.
Yo quería ser como vos
En el artículo anterior expresábamos que numerosos pensadores latinoamericanos se han ocupado de la figura de Calibán, entre ellos Rubén Darío y José Enrique Rodó, en 1898 y 1900 respectivamente; sin embargo, por obra y gracia de la hermenéutica (es decir, de la ciencia y el acto de la interpretación), para ellos Calibán sigue constituyendo un símbolo negativo que, en el caso específico de estos dos autores, encarna explícita o implícitamente al imperialismo estadounidense, con su carga de razón utilitaria, que tanto violenta al espíritu modernista, romántico y espiritualista del americano de aquellos tiempos.
José Enrique Rodó, en particular, procura alertar a las jóvenes naciones americanas sobre los peligros de la imitación del modelo estadounidense, en palabras que parecen haber sido dichas ayer nomás: “La poderosa federación va realizando entre nosotros una suerte de conquista moral.
La admiración por su grandeza y por su fuerza es un sentimiento que avanza a grandes pasos en el espíritu de nuestros dirigentes y, aún más quizá, en el de las muchedumbres, fascinables por la impresión de la victoria.
Y, de admirarla, se pasa por una transición facilísima, a imitarla”. Sin embargo, Rodó no ve cuál es el sentido ni el provecho de semejante imitación, a la que denomina nordomanía (en expresión no exenta de humor), y cuya expresión le parece un “Género de snobismo político” y de “abdicación servil” . Para Rodó, Calibán es Estados Unidos, aunque no lo afirme explícitamente; y ello es así, porque en esos momentos, todavía se seguía identificando al personaje con la visión negativa que el lenguaje, la ontología y el imaginario eurocentrista habían acuñado. Calibán ya no es el nativo de América, inferior y dominado; pero sigue siendo alguna cosa desagradable o por lo menos no deseable, que urge rectificar.
Los condenados de la tierra para José Enrique Rodó.
Lo dicho no significa que la visión de Rodó no sea creativa; lo es en sumo grado, primero porque aporta una visión del continente americano que procura alentar al despliegue de nuestras propias potencialidades, de nuestro pensamiento y de nuestra creación personalísima; y segundo, porque constituye a su modo una denuncia sobre los condenados de la tierra. ¿Quiénes son esos condenados?
Nada más y nada menos que los habitantes de todas las naciones latinoamericanas, demasiado jóvenes, ingenuas, imitadoras, deslumbradas fácilmente por falsos oropeles. Es verdad que los símbolos que maneja son los tradicionales, ya que Ariel sigue siendo a sus ojos la encarnación de lo sublime, espiritual, elevado y desinteresado, en tanto que Calibán mantiene intactos sus atributos de bestialidad.
Pero también es cierto que Rodó tuvo el gran mérito de llamar al latinoamericano a la unión y al pensar libre y propio, y además identificó con toda claridad dónde estaba el mayor de los peligros que amenazaba a nuestro continente: en el gigante de siete leguas del que poco tiempo antes, había hablado José Martí, que se adelanta a pasos monstruosos y nos puede poner la bota encima.
Nosotros los de entonces, ya no somos los mismos
Si las cosas se desenvuelven así en el siglo XIX, veremos que en el XX las interpretaciones se van transformando, de la mano de los nuevos procesos históricos y culturales: podemos así hacer referencia en primer término a Aníbal Ponce (Argentina, 1938, de quien ya nos hemos ocupado en anteriores artículos); a través de su obra Humanismo burgués, Humanismo proletario, quien se centra primordialmente de la figura de Ariel, al que obliga a descender de su pretendido sitial de iluminado y portaestandarte de la inteligencia para desnudar su hipocresía, su obsecuencia y sus falencias.
Después de la segunda guerra mundial surgen visiones mucho más contestatarias e inquietantes, y ello es perfectamente lógico, si se piensa que el viejo edificio de la razón eurocentrista se ha venido abajo, con largo y dramático crujir de huesos. El lamentable espectáculo (y mal ejemplo, digámoslo con toda claridad) que dio Europa al resto del planeta con sus dos guerras mundiales (que fueron, en verdad, europeas, por más que hayan transcurrido en diferentes lugares del mundo y que se haya pretendido, de ese modo, distribuir o alivianar la culpa), impactó en todos los órdenes y en todas las disciplinas humanas. De ahí que la visión de George Lamming (Barbados. 1960) sea poco menos que incendiaria al respecto.
En su obra The pleasures of exile, defendió la figura de Calibán, llevándola a un sitial de protagonismo protestatario y reivindicativo no solamente de las culturas negras sino de todos los que, de una u otra forma, han estado y están oprimidos; lo hace desde un enfoque que reinterpreta las estructuras de dominación de que se ha servido el colonialismo; no por casualidad el libro aparece en pleno auge del fenómeno de la descolonización, que provocó la liberación y surgimiento político independiente de vastas regiones de Asia y de casi toda Africa.
Una vez más, pues, la circunstancia mundial moldea el pensamiento humano, y el pensamiento humano moldea la circunstancia mundial, en un proceso histórico dialéctico que definiera filosóficamente el español José Ortega y Gasset al expresar que “yo soy yo y mis circunstancias”.
¿Me da el asiento, por favor?
Lamming hurga en las profundidades ignotas de nuestro ser social, y desenmascara la discriminación y el racismo que permanecen latentes en toda la red de las relaciones sociales (que van desde las expresiones institucionales educativas, administrativas y judiciales hasta el simple acto de subirse a un ómnibus de transporte colectivo y pretender tomar asiento… y si eso les recuerda a Martin Luther King no es mera coincidencia) y en las formas lingüísticas.
Pero además, Lamming es un gran escritor, y por añadidura, un poeta. Dice, refiriéndose al negro traído a América como esclavo: “La lista es siempre incompleta, pero todos se encontraron en un suelo extraño, en un impredecible e infinito espectro de costumbres y emprendimientos, gente en las más azarosas combinaciones, rodeada por memorias de esplendor y de miseria, el triste y moribundo reino del azúcar, un futuro lleno de promesas. Y siempre el mar”.
Los vendedores de ilusiones
En este contexto cabe mencionar también a Aimée Cesaire (Martinica, 1969) quien escribió una obra de teatro titulada Una Tempestad, adaptación para un teatro negro, tomando la figura de Calibán como el símbolo de la negritud que se libera de los mecanismos de opresión que durante siglos la han mantenido aplastada por medio de una cerrada estructura de conceptos eurocentristas; Próspero representa al dominador de extracción europea que se ha valido de engaños y mentiras para mantener sometido a Calibán.
Próspero no es, en el fondo, otra cosa que un gran ilusionista que muestra una realidad creada e interpretada a su antojo, contemplada a través de su propio cristal y de acuerdo a sus exclusivos intereses, lo cual lo convierte en un ser calculador y bestial (él pasa a ser el verdadero bárbaro, él es el verdadero Calibán, por lo menos en aquel sentido peyorativo y degradante en que utilizó por vez primera ese nombre).
El dominador – colonizador se bestializa, según Cesaire, al arrojarse al mar de “la codicia, la violencia, el odio racial, el relativismo moral; y habría que mostrar después que cada vez que en Vietnam se corta una cabeza y se revienta un ojo, y en Francia se acepta; que cada vez que se viola una niña, y en Francia se acepta; que cada vez que se tortura a un malgache, y en Francia se acepta (…) que cuando esto sucede se está verificando una experiencia de la civilización (…) lo que encontramos es el veneno instilado en las venas de Europa y progreso lento pero seguro del ensalvajamiento del continente”.
Vale la pena precisar, con todo, que esta denuncia de la actitud eurocentrista no implica ni podría implicar, una suerte de rechazo u oposición a la cultura europea; Cesaire mismo se formó en las mejores universidades europeas, y ciertamente no reniega de los grandes aportes de la filosofía, la ciencia y la literatura del viejo continente.
Esa actitud no solamente sería estéril, sino además, absurda; lo que pretende Cesaire, al igual que otros muchos pensadores latinoamericanos del mismo período (e incluso de períodos muy anteriores, que podemos situar hacia 1840), es relativizar el discurso eurocentrista que se impuso en Europa y posteriormente en el mundo, de la mano de Descartes primero y de Hegel después.
Relativizarlo en el sentido de mostrar que se trata de una visión y una concepción del mundo; de un lenguaje y de una ontología que no necesariamente son las únicas ni las verdaderas, sino que admiten otras formas de ser y estar en el mundo, a partir de otros horizontes de comprensión; y que dichos horizontes, son imprescindibles para sustentar una humanidad digna y compuesta de seres iguales.
En próximos capítulos nos ocuparemos de profundizar en esas nuevas temáticas; valga, por ahora, cerrar estas reflexiones con dos precisiones últimas.
La primera: refrendar lo expresado sobre Europa: no debemos caer ni en estériles e inconducentes enfrentamientos, ni tampoco en ingenuos encandilamientos que nos lleven a encasillar a los seres humanos en las viejas categorías de dominados-dominadores, superiores-inferiores, civilizados-bárbaros, colonizados-colonizadores. La segunda: concluir este artículo con las palabras del uruguayo José Enrique Rodó, a quien tanto conocemos de nombre y de aspecto (sobre todo, desde que está impreso en el dinero, igual que el águila imperial azteca) y a quien sin embargo, tan poco hemos leído: “La conciencia de la unidad fundamental de nuestra naturaleza exige que cada individuo humano sea, ante todo y sobre toda otra cosa, un ejemplar no mutilado de la humanidad”.
Marcia Collazo
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias