Cuentos para el fin de semana

Cuentos para el fin de semana

08.08.2014

Todos los lectores podrán hacer llegar sus cuentos hasta los días jueves a: cuentos.uypress@gmail.com

Los cuentos de este viernes son:

La tararira gigante, de Juan Ignacio Piñeiro Volaric
Isla negra, de Esteban Valenti
El jazmín del poeta, de Washington Daniel Gorosito Pérez
Cuentos de un visitador médico, de Mario Pérez
El saxofonista y el hombre celeste de la loma, de Elena Bernadet

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La tararira gigante

De Juan Ignacio Piñeiro Volaric (niño de 10 años)

Con mi tío Pelusa estábamos en un bote arrastrando los anzuelos por el río. Yo ya había pescado otras veces, pero peces chicos, esa tarde la caña se me dobló hasta tocar el agua, así que Pelusa y yo recogimos la tanza y nos acercamos a la orilla.
Peleamos un buen rato y no teníamos a donde ir, porque había árboles en todos lados y el bicho era bravo. Al final se rindió y pudimos sacarla. Era una tararira de cuatro kilos que se sacudía. La colgamos de una rama. Me dio una mezcla de alegría por el tamaño del pescado pero también de tristeza por cómo se sacudía.
La llevamos a la casa de mi abuelo que la preparó y la puso en la parrilla. La comimos entre todos y estaba muy buena. Yo quería embalsamar la cabeza, porque iba a ser difícil pescar otra tan grande. Pero después pensé en que tendría que mirarle los ojos todos los días y me daría lástima. Así que miré la tabla donde estaba una de las mitades del pescado cocinado y me dediqué a masticarla, con mis abuelos, mi mamá, mis tíos y mis hermanos. Uno de ellos, Santino no quiso comer.
Ahora cada vez que voy a pescar,  todos los bichos me parecen enanos.


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Isla negra
De Esteban Valenti

Hay quienes escriben poesía, hay poetas y hay quienes viven en la poesía. Sus defectos y sus miedos, sus objetos, sus amores y sus odios son parte de sus versos.

Aquella mañana helada de julio, Pablo miraba el mar con una taza de café negro y caliente entre las manos, con ropas que todavía guardaban restos de una noche de insomnio. Escuchaba las olas del inmenso océano golpear allá abajo en la playa. Un ejercito interminable de olas galopaba sobre la superficie, hacia el borde del mundo austral.

Contemplaba el agua y el reflejo de su colección de botellas multicolores en los cristales de su ventana. Observaba las olas mecer espumas burbujeantes, llegar a la orilla, juguetear con la arena y devolverse a la grandiosidad gris, verdosa, azulada. Las nubes formaban una delgada línea en el horizonte, como una tropilla en fuga.

Aquel gran cuadro se renovaba, cambiaba cada mañana, cada atardecer, a cada instante. Era un cuadro inquieto, imposible de contener entre los marcos de madera de su ventana.

Caminó algunos metros y se dejó caer en un gran sillón de la sala principal, debajo de un mascarón de proa que marchaba en sentido inverso, hacia la penumbra de la casa, de espaldas al mar, en un naufragio eterno e imposible.

Apoyó la taza y retomó la lectura que había dejado pendiente. Era un pequeño libro gastado por muchas manos y demasiados suspiros. Un libro con una prosa que sonaba a versos, que envolvía con la musicalidad de las palabras y, sobre todo, con la añoranza de un amor viajero. Peregrino.

Era un libro que necesitaba un envión. Comenzó a releer varias páginas ya leídas la noche anterior para entrar en clima, para dejarse resbalar por su historia.

No había música ni sonidos externos ni voces humanas, ni siquiera silencio. El único sonido que sentía Pablo era el de las palabras silenciosas e hilvanadas que contaban una historia de amor y dolor, sentimientos que casi siempre se confunden. Y él sabía de la música de las palabras, y mucho más de los ritmos y los acordes de las emociones.

Descargaba, en aquella pequeña y destartalada máquina Remington portátil o en el trazo de cualquier lápiz o lapicera, toda la fuerza de su música, toda la simpleza abrumadora de las palabras.

El resto de café se le enfrió en la taza. Llegó el mediodía y el final del libro. Se levantó con la historia clavada en un costado. Caminó un rato por la sala todavía fría. Y volvió a mirar la orilla del océano. La luz del mediodía había pintado otro cuadro. Las olas se habían aplacado un poco. La lejana silueta de una nave cruzaba el horizonte.

Miró detenidamente a la orilla en busca de algún resto, algún madero traído por el mar. Nada. Algas y algunas manchas indefinidas. De pronto un brillo en la arena. Nada, un destello. Se esforzó. Casi nada. Abrió el cajón del desorden y en el fondo encontró los viejos prismáticos. Los enfocó con esfuerzo. Los mecanismos estaban duros de frío y de abandono.
El destello provenía de un vidrio, posiblemente de una botella.

Se vistió. Se calzó un par de botas y un sacón azul bastante gastado por los años y las sales. Y descendió la larga escalera hasta la playa. Sintió que alguien desde la casa lo observaba. Se apuró, tenía miedo de que las olas se llevaran su brillo. Ahora era suyo, venido de cualquier lado, sin destino ni origen. Ahora era suyo.

No le costó trabajo desenterrar la botella. Vivía en esa casa desde hacía muchos años, décadas, pero nunca había recibido una botella con un mensaje. Lo había imaginado, deseado, buscado. Ahora estaba allí. Una botella tapada con un corcho grande. Un envase de vidrio grueso opacado de tanto rodar por arenas. Con manchas de brillo y transparencia que permitían ver un pequeño, ínfimo papel.

Hizo fuerza. El corcho era grande, sobresaliente y tenaz. Estaba soldado. Lo rompió.

Recorrió a paso rápido el camino de retorno. Revolvió, todavía más rápido, casi con furia, el cajón de la cocina, hasta encontrar un sacacorchos. Y abrió la botella como si de eso dependiera algo básico, fundamental en su vida.
El papelito también era tenaz, se resistía a salir de su encierro de vidrio verdoso. Era una botella ordinaria, de un vino todavía más común y ordinario. Pero tenaz. Se resistía a soltar su mensaje cargado quién sabe por cuantas millas, desde cuantas playas.

Pablo no era muy diestro con las manos y menos con las herramientas, pero no quería compartir su hallazgo. Buscó, miró en todos lados hasta encontrar la larga aguja de tejer de Matilde. La tomó sin mucho cuidado, sacó las pocas filas de puntos lilas y se puso a escarbar en la botella. Lentamente, tomándole el gusto al juego.

El papelito comenzó su nuevo viaje a través del fino cuello de la botella.

Al tercer intento, cuando Pablo ya estaba nervioso y un poco encolerizado con la botella, con el papelito y con su inutilidad -que, sin embargo, nunca reconocería-, asomó la punta del diminuto mensaje.

Lo atrapó como si hubiera clavado una bandera en el pico altísimo de una montaña andina. Sintió la delicadeza de su textura. Lo posó en sus manos, dejó pasar algunos segundos para que su impaciencia se hiciera insoportable y lo abrió.
Había cuatro palabras, escritas con una caligrafía esbelta, delicada. Palabras descoloridas pero perfectamente legibles.
Leerlas fue un relámpago, un instante. Las leyó nuevamente, muchas veces, hasta gastar las palabras. Las leyó para poder asumir su significado.

Pablo, te espero. S.

Era imposible, una botella entregada a domicilio, dirigida a el, solo a él. Primero pensó mal. Algún amigo, o peor, un enemigo le estaba jugando una broma. Se sumergió en la lista de sus amantes, de sus amigas. ¿S? ¿Quién? Nada. Hizo esfuerzos ridículos para hacer que los nombres posibles coincidieran con esa letra sinuosa. Ridículo. Nada.

La primera botella de su vida se le estaba escapando de las manos hacia la duda y la sospecha. La primera botella de toda su vida con su nombre y ahora cubierta por las dudas. Fue a buscar la botella, los restos del corcho, y todo era auténtico, gastado, con marcas evidentes del tiempo en el mar.

Se concentró en el papelito como si pudiera descubrir a la dueña de la caligrafía. Sí, porque de mujer se trataba. Únicamente una mujer podía esperar a Pablo. A ese Pablo que vivía a orillas del océano, y miraba los barcos dejar sus estelas nostálgicas, tecleando palabras, dolores y amores. ¿A quién sino a ese Pablo podían esperar?
El resto de la jornada la pasó en un sobresalto. Inquieto. No probó bocado. Se encerró en su reducto y en su soledad. Matilde lo conocía y se hizo un vapor, una estela silenciosa.

Quiso escribir un verso. Imaginarse a S. No durmió. Se acostó tarde, cuando la luna era una estela larguísima sobre el océano negro.

A la mañana siguiente tenía todo decidido. Se vistió improvisadamente. Bajó los escalones de madera hasta la playa con la misma botella en la mano y un corcho nuevo de una botella de buen vino. Un corcho largo y perfumado de roble, de cepas nobles. En el bolsillo del sacón marinero tenía su respuesta.

Esa mañana el viento cortaba como una navaja.

Introdujo su papelito escrito con una letra gruesa, repasada para soportar todos los viajes y no borrarse, lo hizo deslizarse hasta el fondo y lo tapó con rabia, con fuerza.  

Esperó el movimiento adecuado de las olas, tomó impulso y lanzó la botella. Voló unos metros, brilló al sol matinal de junio llevando enrollado un pequeño mensaje. Cayó entre espumas y remolinos, y se fue mar adentro.
Pablo la vio por un instante confundida con el color del agua turbulenta. Luego comenzó a navegar.
Dentro había seis palabras.

Yo también te espero desde siempre. Pablo.

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El jazmín del poeta
De Washington Daniel Gorosito Pérez

A  la memoria de Amado Nervo (México 1870-Uruguay 1919).
 
                       
Aquella tarde, al igual que otras, Don Giusseppe cargaba su canasta de jazmines en el brazo izquierdo. La rambla montevideana se extendía hastaperder su serpentear en el horizonte.

Era domingo, ese día tan especial añorado durante toda la semana. No con el objetivo de las parejitas jóvenes que veía pasear alegremente de la mano y lanzarse miraditas provocativas y susurros al oído. Pero, ¿Qué hacía él ahí?

Su pregón con acento siciliano,"jazmine, jazmine, jazmine, jazmine"; no sonabaextraño en un joven país que había abierto de par en par sus puertas a la inmigración. Por momentos la ciudad, se comparaba con la Torre de Babel.

Chispazos llegaban a su mente de la pobre infancia insular, una adolescencia en los olivares trabajando a brazo partido. Luego, la gran decisión: ir a hacer "la  América".

Los comentarios vertidos en las cartas por los ya idos, se hacían gigantes en las repeticiones de las madres del pueblo.

El viaje, él y Antonieta solitos con su amor y sus sueños hacia tierras extrañas, al poco tiempo, el accidente en la fábrica. Su saldo: la pérdida de la mano izquierda.

Adiós al trabajo, bienvenidas las necesidades. Y como si fuera poco,  inmediatamente la enfermedad de Antonieta. Los pocos ahorros se fueron en medicinas, doctores,  y para colmo de males, un desenlace trágico.

Sólo le quedaba el consuelo de haberla amado como a nadie. La soledad se hacía insoportable, los recuerdos más...

Al ver esas parejas de jóvenes no se  le despertaba envidia; era un hombre bueno; pero el pensamiento era "que no fueran a sufrir como él".El domingo significaba buenas ventas y el recuerdo de las caminatas por la rambla con Antonieta.

Sin importar clases sociales, la sociedad montevideana se encontraba allí en pleno las tardes de domingo. Los galanes obsequiaban blancos jazmines a sus amores.

Había decidido cambiar de sitio; la inauguración de la mole blanca, bautizada con el nombre de"Parque Hotel", llamaba a los curiosos hasta formar multitudes que observaban el coloso de color blanco.

Pasaban dos paseantes a su lado y comentaban lo maravilloso de la obra, oyó decir a uno de ellos que "era de estilo ecléctico y afrancesado".

Corría el mes de abril de 1919, en Uruguay se vivían años de bonanza, exportando materias primas al viejo continente.

La clase alta a través de frecuentes viajes a Europa, adquiría un modelo de vida, a imagen y semejanza del parisino de la época, conocido como "Belle Époque".

Montevideo, su capital, se erguía junto a su hermana Buenos Aires de allende el Plata, en centro económico y cultural del momento. Y Giusseppe aportaba jazmines...

Una tardecita otoñal, vio llegar a un hombre delgado, enjuto, de ojos tristes,  calva pronunciada sobre la frente; traje gris impecable, y un caminar lento, pausado.

Éste, se inclinó sobre la canasta, le entregó un peso oro, tomó un jazmín y lo colocó en la solapa derecha del saco.

Giusseppe al querer darle su cambio, recibe como respuesta un leve ademán con la mano derecha y la palabra"gracias".

El caballero se retiró lentamente, cruzó la avenida seguido por la mirada delvendedor. Su pago correspondía a la venta de media canasta; sólo quiso una para el ojal.

Y entró en el Parque Hotel.

Giusseppe sonrió, tomó su canasta; la llegada del misterioso cliente coincidía con las últimas luces del día; un sol carmesí, moribundo, se reflejaba en el agua.

Se fue caminando lentamente con el peso de los años a cuestas. Al día siguiente, decidió caminar por la rambla, la brisa se sentía fría, pronóstico de un invierno crudo y tempranero. Esta era la peor época del año para las ventas.

Su amigo Mario, el florista,  después del accidente lo había metido en el  negocio "Venda jazmines, es como la flor nacional, a todos les encanta".

Había tomado la canasta que estaba arrumbada en un  rincón del dormitorio; bueno era un decir, era la única habitación multifuncional, exceptuando el baño.

Esa canasta era la que Antonia usaba para vender "Pannetone" casero, que amasaba con sus propias manos.  ¡Cómo extrañaba aquellos olores!

Con esos recuerdos en su mente y sin darse cuenta llegó frente al Parque Hotel. Se sentó en el muro de cemento frío, la canasta a su lado parecía estar rebosante de copos de nieve.

A lo lejos se divisaba la Isla de las Flores. Según le contaron, llevaba el nombre por un ex-presidente que hizo construir una cárcel en la misma para sus opositores.

El vuelo de una gaviota, casi suspendida en el aire, parecía marcar el sendero por el que venía aquel hombre caminando.

Se le veía encorvado, con su mirada en el suelo. Al llegar donde Giusseppe, metió su mano en un bolsillo del saco, extrajo un peso de oro y tomó el jazmín; repitiendo el ademán de días anteriores, lo llevó hacia la solapa, colocando la flor.

Con voz varonil agradeció y cruzó lentamente la calle, luego de dejar pasar un Ford T con su acostumbrado ruido, y se metió en el Parque Hotel.

Don Giusseppe apenas alcanzó a contestar el saludo; nuevamente declinó recibir el cambio cortésmente .Al extraer la flor de la canasta; el caballero fue observado minuciosamente por el vendedor.

Éste miró atentamente una bandera en la solapa izquierda del hombre. Tenía los mismos colores que los de su lejana Italia, se diferenciaban por lo que parecía ser un águila en el centro.

No se atrevió a preguntar.

Mueren los días, la brisa se convierte en frío, la acompañan lloviznas. El agua corre raudamente por los cristales de la ventana.

Giusseppe decide visitar a Gianni, un Paisano que vende periódicos. Con él practica el trueque. Después de platicar sobre sueños no realizados, le
deja un ramo de jazmines para su esposa y trae periódicos viejos con los que envolverá su mercancía.

Ha pasado el mediodía, sube al tranvía y regresa a casa. No ha parado de llover, otro día perdido. Deja los periódicos sobre la mesa, se prepara un té y se sienta a ojearlos.

Toma al azar un ejemplar del diario "El Día", el del Partido Colorado. Al ver la primera página, sus brazos se ponen tensos, la respiración se entrecorta, aprieta el periódico.

Ve la foto del hombre de mirada triste, el caballero misterioso; el titular a varias columnas rezaba:"Al amanecer de este día, los médicos rodeaban su lecho".

Entre ellos no había consuelo: lo inevitable era inminente. La dolorosa noticia circuló inmediatamente por toda la ciudad de Montevideo, el poeta Amado Nervo había fallecido en Uruguay. Se conoció la triste noticia en su patria lejana, México y en el mundo.

Nubes oscuras epilogaban la jornada. Continúa lloviendo muy penosamente. Levantó los ojos del periódico en los que tenía lágrimas de verdad.

Era él. El caballero del jazmín en la solapa.

¡Estaba muerto!

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Cuentos de un visitador médico

De Mario Pérez

Es imposible pensar que Gabriela falte algún día a su trabajo. Siempre está en su pequeña oficina  con mostrador hacia una de las entradas del Sanatorio.

Sentada detrás de dos teléfonos y ficheros con resultados de análisis clínicos prontos para ser entregados a quien los reclame.
Anota a los pacientes que llaman por teléfono o se hacen presentes para pedir hora por futuras consultas. Un cuaderno para cada médico.

Esa es la función de Gabriela: atender el teléfono, anotar para las consultas, entregar resultados y brindar todo tipo de información.
Todos tenemos algo que preguntarle a Gabriela:

¿Dónde atiende el Dr. Fulano? ¿En qué horarios? ¿Dónde queda la Sala Merlo o la Sala Aycardi? ¿Radioterapia? ¿El baño? ¿La cantina? ¿Rayos X?

Parece como que ella ya sabe qué  le van a preguntar antes que lo hagan.

El colmo fue aquel hombre que entró con paso decidido, la encaró y le preguntó:

-"Señorita, ¿dónde queda Ciencia Ficción?"
Gabriela al instante le respondió:
-"Siga el corredor, luego al final doble a su izquierda. Allí es"
-"Gracias - dijo el hombre" y se perdió en el corredor según la indicación.
-"Gabi, a dónde lo mandaste? Pregunté.
-"A Medicina Nuclear"

Obvio.

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El saxofonista y el hombre celeste de la loma
De Elena Bernadet

Con un cielo muy celeste y cierto aire fresco, en la rambla a la altura del Buceo, dos presencias parecían hacerse compañía.
En la loma que funciona de mirador, un hombre celeste, de seis metros de altura y doscientas toneladas de aluminio, contrasta con Darío, que encaramado en el respaldo de un banco de la rambla, sopla y digita su saxofón.
Por todo equipaje tiene una bicicleta y una mochila, aunque no le falta el gorro de lana celeste y  anteojos negros, protectores.
A ninguno de los dos parece importarles la belleza del paisaje, tampoco la presencia del otro, la temperatura o la soledad del paseo más popular de los montevideanos.
El celeste se empeña en saludar y el saxofonista le da la espalda y dedica todo su interés al tanteo del saxofón.

 

Cuentos para el fin de semana
2014-08-08T14:37:00

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