EPITAFIOS: La rapsodia perdida
Daniel Feldman
05.05.2021
Muchas son las locaciones que se disputan ser la cuna del gran Homero, el poeta que nos legara la Ilíada y la Odisea.
Sin embargo, varios autores coinciden en que su muerte se produjo en la isla de Íos, antiguamente llamada Phoenice, una de las Cícladas, ubicada a mitad de camino entre Naxos y Santorini.
En 1771, un arqueólogo holandés, Pasch van Krienen, afirmó haber descubierto la tumba donde unos veinticinco siglos atrás habría sido sepultado el poeta. Cuentan que una vez abierta, sus huesos -a manera de postrera burla- se convirtieron en polvo en pocos segundos.
El holandés cargó consigo las losas del túmulo y con ellas se dirigió a la ciudad italiana de Livorno, donde más tarde desaparecieron misteriosamente.
Gertrudis Hoffenheim fue una bibliotecóloga y apasionada de la cultura griega antigua. Nacida y radicada en Köln, donde cumplía funciones en la biblioteca pública de la ciudad (Stadtbibliothek Köln), el azar hizo que a sus manos llegara una biografía de Van Krienen, que poco a poco la llevó a obsesionarse con hallar los restos de las losas de la tumba del aedo griego.
Pidió un año sabático en su empleo, que le fue concedido, y emprendió viaje. Un día antes de cumplirse los doce meses de su partida retornó, convertida en un ser más sombrío del que emprendiera viaje.
Solo una vecina de un apartamento contiguo al que habitaba fue depositaria de algunas de sus confesiones.
Gertrudis afirmaba que lo que había descubierto cambiaba la historia, pero no quería ser ella la responsable de darla a conocer al mundo. Fue así que dio precisas instrucciones a su vecina para que, una vez muerta, procediera a abrir un cofre donde estaban las revelaciones que hacía a la humanidad.
El problema fue que Gertrudis sobrevivió a su vecina, y sus papeles recién fueron descubiertos bastante después de su muerte, ya avanzado el siglo XX. Una larga introducción atribuía a Van Krienen los originales, quien afirmaba que lo que seguía era copia fiel de un texto con un diálogo de Homero hasta ahora nunca recopilado, que decía así:
Caliste. - Canta, canta una vez más para mí, Homero, aedo de alados versos de estas abruptas tierras cuyos frutos bendice el dios nacido dos veces.
Homero. - ¡ Oh Caliste!, ignoro tu origen y procedencia, pero a falta de mis ojos, que parecen cubiertos por todas las nubes que amontona Zeus inmortal, mis manos me cuentan tu belleza.
¿Qué es la vida, Caliste, sino el camino, más largo o más corto, hacia una muerte con gloria? No he sido dotado para caer en batalla, no para arrebatar la vida a guerreros y hacer llorar a sus viudas. Soy un simple mortal y los Olímpicos solo esperan de mí que honre para nuestros hijos, sus hijos y los hijos de sus hijos, sus terrenales juegos.
Caliste. - Temo, por tu voz, que ya sientes cercana la hora de abandonar tu brindis de gozo para los mortales y te aprestas a descender a la morada de Hades. Os aseguro serás allí bien recibido, cual un digno guerrero muerto en combate a quien su contendor no lograra arrebatar su armadura de luciente bronce.
Homero. - Caliste, mi Caliste... desconozco si tus brazos son níveos o tus ojos de lechuza, pero tu lealtad en estos mis postreros días parece de la misma fortaleza que el escudo de Ayante, hijo de Telamón. Escucha pues y guarda en tu alma estos versos. Aunque los oigas, sé sorda para que nunca por tu voz lleguen al Cronida, cuya cólera podrías excitar.
Caliste. - Canta pues, Homero, el de la voz con gusto a miel, que mi alma, cual si fuera la ciudadela teucra a la que solo el engaño pudo vencer, guardará tus versos. Y si osare vanagloriarme de tus palabras, que la cólera del dios innombrable no escatime el castigo.
Homero. - ¡ Insensatos! Sí, insensatos ellos, que grandes males causaron y aún peores causarán. Más le hubiera valido a Ligirón el celerípedo haber escuchado con su otro oído a Tetis y optado por una vida tranquila, sin el tumulto y la gloria del resonar de armas. Mejor hubiera sido que Héctor, el de tremolante casco, hubiese seguido dando vueltas alrededor de la ciudad para luego retornar a su Andrómaca y su Astianacte. Pero Zeus soberano de dioses y hombres jugaba a inclinar la balanza.
Uno y otro cayeron de pechos en el suelo y besaron el polvo de Ilión y sus armas fueron objeto de disputas. Vanas disputas. Héctor y Aquiles, con gloria - ¿será eterna? - descendieron al Hades, allí donde Plutón dice que son todos iguales.
Pero no conforme el Pelida con la tristeza en que sumió a los troyanos, olvidó rápidamente a Briseida y sucumbió ante los encantos de Perséfone, hija de Zeus y Deméter, y funestos presagios florecieron. ¿Qué mejor idea pudo haber tenido el de los pies ligeros que reeditar en los Infiernos el pleito terrenal?
Despojado de armadura, escudo y lanza invocó a los dioses y prometió hecatombes y dijo: Zeus egidífero que amontonas las nubes, has que estos asfódelos se conviertan en espadas y pueda nuevamente derrotar a Héctor domador de caballos, para que esta vez sí los perros y las aves lo despedacen ignominiosamente.
La muerte hizo que su alma olvidara el apaciguamiento de su cólera y elevó promesas de que Héctor no tendría descanso ni en el Tártaro.
Caliste. - ¿Hacia dónde me diriges aedo, que tu voz resuena en toda la estancia más fuerte que nunca?
Homero. - No te dirijo Caliste, cuyos lóbulos imagino con flores de oricalco, tan bella como la diosa Afrodita has de ser. No te llevo Caliste, hemos llegado ya.
No conforme con su muerte en gloria, Aquileo el de los pies ligeros pretendió ignorar los designios de Zeus de mirada que llega lejos y continuar dando rienda suelta en el Inframundo a sus terrenales instintos.
Y aún más, cálida Caliste de piel que abraza, perdió el juicio. No todos los hombres son iguales en valor, pero él los superó a todos en ingratitud e ignorancia e hizo juramentos para volver a la tierra.
Vanos intentos los de Aquileo hijo de Peleo, a quien su madre, Tetis, predijo su destino. El Aqueronte se cruza en una sola dirección.
¡ Qué osadía! ¡ Rebelarse a los dioses!
Zeus cuya voz se oye de lejos, nunca supo de tal intento que en los dominios de Hades custodio de los muertos acaeció.
¡ No seré más el instrumento del juego de los dioses! juramentó Aquiles, el de los pies ligeros.
¡ Insensato! ¡ Ingrato! ¡ Ignorante! Él, a quien toda gloria le fue dada en vida y prometida en muerte, que a tantos doblegó y que tuvo honras fúnebres como todos quisiéramos, no supo hacer honor a la muerte.
Hades, el fiel guardián del Tártaro, no escatimó su ira y el hijo de Peleo y Tetis está condenado a vagar eternamente y sin descanso en el mundo subterráneo.
Para aumentar su aflicción le permite llegar hasta la puerta de la morada y Perséfone la que junta flores, lo incita traspasándola. Pero él ya ha probado el fruto que le impide regresar.
Caliste. - Qué insensato tu relato que no condice con el que siempre has contado. ¿Acaso Dioniso ha tomado cuenta de ti?
Homero. - Tal vez, Caliste de mis postreros días, sea esta la verdad que nunca canté. No soy más que un mortal que proferí historias que conozco por haberlas oído contar a otros mortales hombres. ¿Cuál será la verdadera? ¿La del celerípeda ingrato y funesto o la del Aquileo heroico y valeroso que los dioses nunca me concedieron ser? ¿Qué es la verdad? ¿Lo que realmente sucedió o lo que el aeda cuenta que le contaron? La palabra es mi lanza de aguda punta y el conocimiento de la verdad el escudo tras el cual me resguardo. A ti te los traspaso porque siento llegada la hora de mi descenso al mundo del eterno descanso. Y que la duda siempre anide en tu corazón hasta que nuestras almas se reencuentren.
Caliste. - Descansa anciano, Homero de venerables palabras. Descansa ya que yo haré para ti un escudo y una armadura digna de tu bravura y en tu tumba nunca faltará un dulce verso.
La historia atribuye a un denominado Pseudo Heródoto legarnos el texto del epitafio que ornaba el sepulcro del aedo: "La tierra oculta aquí en su seno la sagrada cabeza del divino Homero, cuyos héroes ha ilustrado la poesía."
"EPITAFIOS" es una serie de narraciones históricas reimaginadas por el autor.
Imagen: Homero (Philippe Laurent Roland, 1812, Museo del Louvre)
Daniel Feldman | Periodista