Un horizonte de cuchillas (II). Los tiempos caprichosos de un clima benigno.
Daniel Vidart
04.07.2013
Una de las características más señaladas del clima uruguayo es la variabilidad de los tiempos atmosféricos. No alcanza con decir que tenemos un clima templado, húmedo, con largos y cálidos veranos.
El hecho de ser nuestro país un campo de batalla entre los frentes fríos del Sur y los frentes tropicales del Norte provoca una perpetua inestabilidad meteorológica. En pleno invierno irrumpe de pronto un veranillo súbito; en lo mejor del verano se cuelan días desapacibles, ventosos, que estropean el almanaque de los ocios playeros. Las temperaturas oscilan a lo largo de la semana y aún del día. El promedio paradisíaco de los 17°2 de la media anual se ve desmentido por los excesos de calor en los agobiantes estíos del litoral salteño o sanducero y por los fríos casi polares que hacen descender el termómetro a -10° (en el 1967 bajó a -14°) en los departamentos menos favorecidos por el influjo regulador de las aguas marinas que bañan la costa atlántico-platense.
En cuanto a las lluvias sucede algo semejante. El promedio de 1.000 milímetros anuales que caen en el país parece ser generoso. Pero hay que contar con la fuga de las aguas pluviales hacia los arroyos corriendo sin pausa en los interfluvios y calando apenas en los flancos de las cuchillas. Y sobre todo se debe pensar en la acción del viento que evapora velozmente la humedad de los pastizales y contribuye, con su acción mecánica y térmica, a imprimir un general carácter estepario a la vegetación de las praderas. Pero también hay años llovedores, con promedios semejantes a los amazónicos y años de sequía, que desertizan grandes zonas del interior, quemando los pastos y matando el ganado. No es el nuestro, por cierto, un clima ideal.
Larrañaga, que cruzó el país durante el invierno de 1815, se queja machaconamente del frío nocturno y admira el espartanismo de Artigas y sus paisanos, que le siguen con amor, no obstante que viven desnudos y llenos de miserias a su lado (Diario de viaje de Montevideo a Paysandú, 1930).
Alcides d Orbigny que en 1827 recorre el Uruguay, ahora durante el verano, pondera la resistencia de los patriotas a los calores agobiantes: Cuánto admiré entonces la simplicidad de esos valientes, consagrados a la defensa de su patria. Nunca tuvieron pan: carne por todo alimento; expuestos día por día al fuego de un sol ardiente y sin otro lecho de noche que el cuero (recado) que les sirve de montura [...]. Nunca pueden desvestirse. Cae el rocío sin impedir que esos bravos militares, hasta ayer pacíficos pastores, descansen esperando el día [...] . (Voyage dans l Amerique méridionale, 1844).
Cuando Azara describió el clima y los vientos de estas regiones a las que visitó entre 1780 y 1801, se sorprendió por la humedad que reinaba en ellas: En todas partes es la atmósfera tan húmeda, que toma los galones y los muebles. Principalmente en Buenos Aires los cuartos que miran al Sur tienen húmedo el piso, y las paredes expuestas al mismo rumbo están cubiertas de musgo (Obra citada).
Pero este clima desparejo, de altibajos inesperados, hereje con el pobrerío urbano y rural que suda la gota en verano y castañetea los dientes en invierno, tiene sus compensaciones. No cae nieve; las temibles granizadas son poco frecuentes; y sobre todas las cosas hay un cielo bellísimo, profundo, que ya semeja un gran ojo zarco, ya un traslúcido aguamanil de turquesa, ya una laguna de cobalto navegada por nubes de intensa blancura.. Saint-Hilaire (1820-21), se rindió ante el sortilegio de nuestros cielos delicados y resplandecientes: El aire de alegría que reina en toda esta región se debe, tal vez, y en parte, a la idea de riqueza y abundancia que sugieren tan excelentes praderas, y en parte, también, al color del cielo que es de un azul suave extremadamente agradable a la vista, y a la luz, que sin deslumbrar como en los trópicos, tiene un esplendor y un brillo desconocido en el Norte europeo . (Voyage dans la province du Rio Grande do Sul, 1887).
La gran penillanura
Años atrás, no muchos, se exigía en las escuelas y liceos el recitado de las alineaciones tabulares que formaban el sistema de Haedo al Norte del Río Negro y el sistema de la cuchilla Grande al Sur del mismo. Un complicado nomenclator, prolijamente memorizado, sustituía, con el detalle del dato concreto, las visiones generales y los conceptos básicos acerca de nuestro relieve. Por otra parte los viejos mapas esquemáticos ofrecían una errónea representación del sistema de cuchillas: al igual que las ramas de un árbol aquéllas se desprendían, simétricas y equilibradas, de los grandes troncos orográficos, simplificando excesivamente la realidad, bastante más rica, de la topografía nacional.
La geografía contemporánea reconoce tres zonas estructurales la penillanura, la llanura y la serranía y propone una zonificación del relieve en seis comarcas que poseen caracteres propios: el valle del Río Uruguay, la cuesta basáltica de Haedo, la llanura rioplatense, la penillanura cristalina, la penillanura sedimentaria, la llanura atlántica y el cordón serrano. Puede llamarse penillanura basáltica a la cuesta de Haedo y elevar la categoría hipsométrica de la penillanura cristalina a penicolina, pero estos cambios de denominación no alteran el panorama zonal. No debe caerse, empero, en el extremo de señalar distintas regiones geográficas en el Uruguay. Todo nuestro territorio pertenece a la región que algunos, teniendo en cuenta la vegetación herbácea predominante, llaman equivocadamente pampeana, y que otros asimilan a la Mesopotamia argentina y al Sur de Río Grande para formar así, atendiendo a las características del relieve, la Región de las Penillanuras Sudoccidentales de América atlántica.
Un viaje por el Uruguay permite apreciar el casi insensible paso de unas comarcas a otras. Solamente en el Este existe un relativo contraste de relieves. Quien ascienda el cerro Picudo, en la Sierra de San Miguel, divisará el anegado horizonte de los esteros y lagunas de la llanura atlántica que comienza. al pie mismo de las elevaciones de aquélla. El nombre cuchilla es correcto, por ejemplo, en el caso de los filosos lomos de los buzamientos de pizarras minuanas que, a la altura de Aguas Blancas despanzurran el vientre de las nubes bajas. Sin embargo el término designa todas las divisorias de aguas que ondulan la mayor parte de los campos orientales.
Entre cuchilla y cuchilla corren cañadas, arroyos, ríos en ciernes. Las aguas, a lo largo de millones de años desgastaron, con su acción mecánica y química, a los antiguos macizos cristalinos de la Brasilia que en la era primitiva emergían como picos imponentes, rodeados por mares cálidos hirvientes de peces, de crustáceos, de algas asociadas en verdaderas selvas submarinas. Del mismo modo los horizontes de areniscas y de lavas, correspondientes a las penillanuras sedimentaria y basáltica, al ser erosionados por la incesante labor del agua meteórica, pluvial y fluvial, dieron luz a los cerritos mochos, que se desprenden de las mesetas enanas, excavadas por los ríos, tan frecuentes al norte del Río Negro.
Las sierras uruguayas son cuchillas con vocación de montaña, pero no pueden alcanzar su intento. Apenas si sobrepasan los 500 metros en el Mirador Nacional de la Sierra de Animas y en el Cerro Catedral de la Sierra de Carapé, ambas en el departamento de Maldonado; en otras zonas como en el macizo de los Sosa o en las salvajes y hermosas Sierras de la Aurora, presentan paredes acantiladas, barrancos profundos, desgarramientos por donde ruedan aludes de helechos y la espina de la cruz enseña sus garfios casi minerales. En muchos lugares el cerro emerge solitario, como un gran hongo o una caperuza, entre las cuchillas desvaídas o la llanura circundante. En otras hay como un inmóvil remolino de rocas, como un arrecife de grandes bloques desvencijados por las raíces de los talas: son las asperezas o mares de piedra que hieren con su grisácea perdigonada el verde vaivén de las colinas.
La toponimia indígena y la criolla han denominado con acierto a los cerros pues eran y son los miradores de los paisajes, los hitos que orientaban a los jinetes en las inmensidades del espacio y las soledades de las travesías. Hay así denominaciones que señalan las similitudes evocadas por las características físicas de cada cerro: Chapeu (sombrero), Buena Vista, Cerro Largo, Picudo, Penitente, Vigía, Tetas, Mangrullo, Mortero, Caperuzas, Copetón, Malbajar, Pelado, Feo, Redondo, Pan de Azúcar, Tambores. Otras veces son nombres de animales o plantas: del Ombú, de los Claveles, de las Chilcas, Gatos, Conejo, Lechiguana, del Tigre, del Toro, del Aguila, Tórtolas, Palomas, Avestruz.
En ocasiones se tiene en cuenta el número de cerros que irrumpen en el paisaje: Once Cerros, Dos Hermanos, Tres Cerros. Muchas veces los viejos vecinos perpetúan como recuerdo de su paso por el mundo, un apelativo ya sin contenido carnal, incrustado en el continente orográfico: Valeriano, Navarro, Verdum, Vera, Ferrara, Travieso, Doña Matilde, Albornoz, Basualdo, María Piquí, Padilla, Tía Josefa. En otras oportunidades se recurre para caracterizar las alturas a construcciones adyacentes o fenómenos naturales: Sepulturas, Manguera, Portón, Tahona, Manantiales, Piedras de Afilar. Y finalmente está la toponimia guaranítica, que sustituyó con el nomenclator de los lenguaraces misioneros los primitivos nombres de origen charrúa: Arecuá (cerro de la cueva alta), Batoví (seno de mujer), Itacabó (piedra lisa), Tupambaé (cosa de Dios), Carumbé (por el arroyo próximo también así designado, que traducido equivale a arroyo de las tortugas ), Guaycurú (muchacho sarnoso), Ñapindá (uña de gato), Guazú-Nambí (orejas de venado). Y centenares más de voces floridas, cadenciosas, sonoras.
Hasta el alambramiento de los campos la gran penillanura fue una ruta indiferenciada. Por el lomo de las cuchillas circulaban las carretas, señalando la ruta natural a los futuros caminos reales y a las carreteras -hoy sin los vehículos que le dieron nombre- repletas de automóviles y camiones. Los jinetes recorrían libremente todos los rincones del territorio; el río se atravesaba por los pasos, después de haber buscado la picada a través del monte bajo y espinoso que lo marginaba; las sierras se cruzaban por las abras; solamente el bañado era un obstáculo invernal que preservaba y aún preserva el esplendor salvaje de la fauna y la paisajística original de las aguas dormidas en muchos lugares de la llanura atlántica. La vivienda humana se levantó en las partes altas, coronando las cuchillas: se evitaba así el molesto velo de las nieblas matinales y podía descubrirse, desde doméstico un mirador. el ir y venir de los viajeros, el merodeo de las fieras, el deambular de los ganados.
El relieve manso, femenino, epilogal, posee gracia, no avasalla el espíritu con moles infranqueables, no separa al país en compartimentos estancos. no aburre como el agrio billar de la pampa ni asfixia como el techo ventoso de la puna.
El reino del agua
El Uruguay, si bien tiene un contorno macizo, cuyas rígidas costas meridionales aparecen casi desprovistas de bahías y penínsulas, está rodeado por las aguas. En la frontera con el Brasil corren los ríos Cuareim y Yaguarón; hacia el Sudeste espejea la gran masa acuática de la Laguna Merim. Por el Sur se encuentran el Río de la Plata y, hacia el Sureste, el Océano Atlántico. De la Argentina lo separa el gran eje de un río que, además de legarnos su enigmático nombre, ha limitado por el Occidente lo que histórica y geográficamente se denominó Banda Oriental. Y dentro de ese perímetro de aguas el país abre los incontables sistemas dendríticos de una arboleda fluvial. Ríos, riachos, arroyos con pretensiones de río, arroyitos humildísimos, cañadas mortecinas, manantiales serranos que deslizan hilos de agua friolenta laderas abajo, y en medio de las tierras ásperas o empastadas una red de torrentes, sangradores y cañadones que se colman de materia barrosa y erosiva en el tiempo de las lluvias: todo este conjunto de corrientes mayores, menores y minúsculas, conjugado en cuencas, se dirige hacia sus respectivas vertientes e irriga, vascularizandolo, al cuerpo yacente de nuestro país.
El Río Negro divide al Uruguay en dos sectores. Al Norte se halla la Cuchilla de Haedo y sus ramales; al Sur se levantan los contrafuertes y macizos de la Cuchilla Grande. Ambas cuchillas han sido lijadas, excavadas, fragmentadas, palpadas con deleite táctil por las aguas de los arroyos y los ríos. Donde aflora de la roca madre granito, gneiss, basalto, pizarras las corrientes se deslizan sobre cauces duros, de piedra viva, libres de aluviones. Entonces las aguas trasparentes, frescas, brotadas de las quebradas, fluyen como un vidrio líquido, irisado por momentos, hirviente de espuma, en busca de las partes bajas donde aguardan los sauces y los sarandíes. Si los sedimentos son espesos y la napa de mantillo cobra importancia, sea en el horizonte cretáceo, el pampeano, o las capas de Fray Bentos, las aguas pierden su limpidez, arrastran légamo y cieno, se enrojecen con la tosca o negrean entre los surcos de las chacras canarias.
Las múltiples corrientes de agua de nuestro paisaje tuvieron una doble virtud convocatoria: los árboles del bosque indígena se agruparon en sus proximidades y la vivienda humana buscó, ayer y hoy, sus cercanías. Pero no se debe suponer que el rancho fue una construcción ribereña, ya que las crecientes siempre fueron una amenaza nunca conjurada. El hombre de campaña habitó en viviendas dispersas, ubicadas en las cercanías del arroyo, la cañada o la cachimba. El lugar predilecto del asentamiento humano, sea el rancho mísero, sea el casco de estancia señorial, ha sido siempre el de las tierras enjutas, esto es, las faldas o cimas de lomas, con el agua al pie.
No existen concentraciones de la vivienda rural a lo largo de las cintas fluviales o en los lunares de humedad las isletas que salpican los campos resecos. Somos un país del agua en la misma medida que somos un país de tierra adentro. pero nuestras cañadas y arroyos, que aplacan la sed del ganado y la del hombre, que corren sobre engramillados interfluvios, no tienen valor económico. En la penillanura sedimentaria las areniscas impiden que las corrientes disfruten de cursos regulares; durante el verano el estiaje deja al aire libre los álveos blanquecinos o barrosos; durante el invierno las lluvias reiteradas provocan crecientes que si bien duran poco a menudo son destructoras. La navegación interior no existe. Se han construido, y esto es imprevisión del hombre provocada por la constante presencia de un sistema hidrográfico engañoso, muy pocas represas: la de Solís de Mataojo, la de Canelón Grande, la de San Francisco, no alcanzan para enjugar la inmensa orfandad de irrigación permanente que padece nuestro campo pecuario y agrícola.
Y al igual que los arroyos los ríos son también, en lugar de caminos que andan , caminos que tropiezan. El Uruguay, otrora surcado por balandras y activas mensajerías fluviales, hoy es un río solitario, salvo desde Fray Bentos al sur. La competencia del ferrocarril y la carretera han liquidado la navegación fluvial en gran escala. Además está el obstáculo de los saltos, de las restingas, de los bajíos, de las angosturas, donde el agua parece hervir en un molino de ágatas pulidas. El Río Negro, jerarquizado por las represas energéticas de Rincón del Bonete, Rincón de Baigorria y Palmar, tampoco sirve para ser navegado: bucles innumerables, bajos fondos, albardones, desniveles de 17 metros entre el estiaje y las crecientes, impiden su utilización para el transporte.
De pronto surge, solitariamente, un río como el Santa Lucía, cuya intensa humanización justifica el viejo maridaje entre la civilización y el agua. Y si bien todas las ciudades y pueblos del interior poseen en sus flancos un río o un arroyo es muy difícil, si no imposible, hacer largos recorridos por sus corrientes estranguladas y sus cursos sinuosos. Existen núcleos poblados que tienen su origen en un apostadero, en un punto de espera provocado por el obstáculo de las aguas crecidas que frenan el paso de los hombres; y, todos ellos, de alguna manera u otra, se abastecen con el agua superficial o subterránea de sus proveedores naturales.
El agua fluvial configura una constante en el campo uruguayo. Pero, en la inmensa mayoría de los casos, sigue valiendo como naturaleza no modificada por la cultura.
El agua ha sido hasta hoy una presencia permanente en el interior o en las costas, si bien no determina una economía ni una mentalidad que miren más allá de la tierra firme. Esto no quiere decir que un día los uruguayos puedan convertirse en hábiles pescadores o llenen el país de represas que irriguen los campos y fabriquen energía. La historia y la geografía no son fatalidades incambiables: señalan caminos, pero el hombre puede escoger, voluntaria y racionalmente, otros más adecuados a la exigencia de los tiempos.
Flora, fauna, ecosistemas
A lo largo de los parágrafos anteriores se insinuaron una y otra vez los caracteres florísticos de nuestro territorio: un predominio casi absoluto de los pastos sobre los arrinconados bosquecillos serranos y bosques-franja que se apretujan en los ríos y arroyos. Domina un pronunciado carácter estepario en la vegetación natural del país, cuyas características sugirieron a los botánicos la formación de una Provincia Uruguayense. Las hierbas tejen un tapiz de gramíneas y leguminosas que, en la humedad de los bajos, verdea en las hojas tiernas, mientras que en el lomo de las cuchillas los pastos son duros, ásperos, agresivos. La presencia de la ganadería a partir de los primeros años del siglo XVII modificó intensamente las primitivas asociaciones herbáceas: el pisoteo, el estiércol, los pájaros, el transporte intestinal de las simientes, la poda dental, todos estos factores transformaron los ecosistemas autóctonos.
La vegetación asume distintas características en los bañados que ocupan vastas zonas en la llanura atlántica. Juncales, tiririca, camalotes, repollitos de agua y otras especies herbáceas tapizan las vastas extensiones de agua estancada, coronan los terremotos de los indios, se aprietan en espinosas maciegas cuyas hojas brillan como espadas. Allí viven las aves zancudas y pululan las sanguijuelas; en los pajonales reptan las víboras de la cruz; y horadando el cielo, a fabulosas alturas, más arriba aún que los cóndores cordilleranos, vuelan los chajás.
En las praderas existen, a veces, formaciones arbustivas. El ombú, gigantesco arbusto y no árbol, como muchos creen equivocadamente, concita en derredor de su sombra el descanso, la vida doméstica y el ocio de los hombres. También están los chircales, ese azote del suelo, que, conjuntamente con el abrojo y el cardo venido de Castilla, convierten vastas extensiones del país en eriales improductivos.
Las especies arbóreas del bosque indígena son múltiples. A lo largo del Río Uruguay y en sus islas había grandes, a veces inmensos, árboles que cada vez escasean más, abatidos por el hacha de los leñadores. Todavía alguno que otro timbó levanta su copa de globo cautivo sobre el bosque circundante y traza un vasto círculo de sombra en derredor de su tronco venerable. Los bosques, siempre poco abundantes en relación con las praderas, se adensan en las confluencias de los ríos. En el Rincón de Pérez, Paysandú, y en las cercanías de Pirarajá, Minas, los ríos Queguay y Cebollatí poseían hasta hace pocos años verdaderas selvas de árboles bajos, fornidos, espinosos, cuyas hojas pequeñas, duras, brillaban como la quitina de las cantáridas. Y entre esos árboles apretados se tendían lianas gruesas, formando vallas interiores, y grandes enredaderas abrían sus flores extrañas al goloso vuelo de los abejorros y las mariposas. Muchos árboles del monte criollo poseen agudas espinas, algunas largas como puñales, que dificultan el paso de los hombres y los ganados. Sólo los cimarrones, humanos o animales el matrero y la vaca alzada , se adentraron en la maraña para huirle al campo libre y a los días abiertos; sólo los montaraces, unas criaturas fuera de serie en el mundo rural, se meten en su matriz oscura, para hacer cantar el hacha de sol a sol y levantar gigantescos hornos donde la madera se convierte en carbón de piel aterciopelada.
El bosque serrano es todavía más achaparrado, más petizón. La falta de agua y la escasez de mantillo hace que los troncos sean enjutos y las hojas tengan colores olviáceos o blanquecinos. En el regazo de los manantiales, al socaire de las grutas y las cornisas de piedra, crecen los helechos, los culantrillos, las calagualas, todo un séquito de plantas umbratícolas cuyas hojas livianas, taraceadas con fina simetría, tiemblan al menor soplo de la brisa caliente que se despeña de los cerros. Más arriba, en las cumbres, arden las flores amarillas de las tunas, remolinea el herrumbre de los líquenes y la sanguinaria espina de la cruz abre sus brazos duros, solitaria como una viuda.
A lo largo de una diagonal que va desde Castillos a Paysandú y en las sierras del Noreste, ejércitos de palmeras levantan sus penachos sobre el pedestal de los troncos gráciles, femeninos, a veces oprimidos por el abrazo del higuerón, un asesino amante vegetal. Son la palma butiá, la palma yatay, la palma chirivá, llamada también pindó, y, en un marginalizado litoral del Río Uruguay, la palma caranday, bastante distinta a sus esbeltas hermanas.
Pero a no engañarse: podríamos dedicar páginas y más páginas a describir los árboles, sus características singulares, sus asociaciones boscosas, sus isletas apacibles, sus frutos y flores, sus planetarios de plantas parásitas, y, sin embargo, debemos conformarnos con menos de un 5% de montes naturales en el territorio nacional. Somos los habitantes de un país de pastos sobre los cuales bramaron los toros y jinetearon los gauchos. El común denominador de nuestros paisajes es la pradera exaltada por los cantores bucólicos de la ganadería y los descendientes del patriciado, cuyo destino, impuesto por la naturaleza, ha sido rectificado por el trabajo de los hombres. En la actualidad la arboricultura es intensa. Millones de eucaliptus ocupan los otrora extensos pastizales. Las cuchillas, en muchas zonas ya no enseñan sus ralas alineaciones: al igual que enormes cepillos las coronan los bosques artificiales, fábricas olorosas de follajes y maderas renovables, cuyas raíces asesinan a los suelos.
La fauna uruguaya ha perdido sus representantes más temibles. Ya se extinguieron el yaguareté y el puma, los tradicionales devoradores de ganado. De ambos proporciona una atractiva descripción el viajero inglés J. A. Beaumont: El jaguar o tigre de Sud América tiene manchas muy semejantes al leopardo de Asia. Este animal que vive entre tanta abundancia no es nada feroz y huye de la presencia del hombre, salvo que lo ataquen o lo persigan de muy cerca. Se le encuentra principalmente en las islas y en las márgenes de los ríos donde se divierte pescando. Atrae a los peces al borde mismo del agua vertiendo su propia saliva sobre la superficie y cuando se aproximan, los saca del agua con un zarpazo. También da caza al carpincho o cerdo de agua y se arroja sobre la mayoría de los otros animales que se ponen a su alcance. Con mucha frecuencia cruza los anchos ríos en busca de alimentos.
Yo vi estos jaguares dos o tres veces en las orillas de los ríos. El león no es comparable a su homónimo africano... tiene el cuerpo largo, la cabeza pequeña y redonda, el cuello delgado y débil; es de color amarillo claro; nunca llega a la mitad del tamaño del león africano y no se le encuentra con tanta frecuencia como al tigre . (Viajes por Buenos Aires, Entre Ríos y la Banda Oriental 1826-1827). Otro mamífero típico, el oso hormiguero o tamanduá, que vivía en los montes del Cuareim, también ha desaparecido. De los cientos y miles de venados que recorrían los campos desiertos, proporcionando abundante alimentación a los indios, ya queda muy pocos representantes. Sobreviven los carpinchos, los zorros, los armadillos (mulitas), las comadrejas, los zorrinos; escasean los hurones; aislados en los albardones que coronan los esteros los ciervos de bañado padecieron, a principios de siglo, una extinción irreversible.
Como lo anotara Buffon, al referirse al menor tamaño de las especies de América con respecto a las del Viejo Mundo, nuestra fauna de mamíferos es de corta talla. Participa de los caracteres de la andino-patagónica y la guayánico-brasileña, cumpliendo una vez más, puntualmente, con el signo estuárico, de encrucijada, que caracteriza al país.
El reino de las aves mantiene, como en los antiguos tiempos, su principalía. No en vano el Uruguay fue llamado el río de los urúes (gallinetas) si bien los poetas, acogidos por los libros escolares hermosearon la etimología, convirtiéndola en río de los pájaros pintados .
El ñandú o avestruz americano ya se ve poco en los campos del Sur; pero el innumerable muestrario de los pájaros conserva sus cardenales, sus calandrias, sus zorzales, sus churrinches que resplandecen como brasas, sus negras bandadas de tordos, sus tórtolas delicadas, sus chingolos melancólicos. Los agroquímicos, en la actualidad han desencadenado una guerra tan solapada como silenciosa.Mataron millones de pájaros y, en el reino de los insectos, casi acabaron con las luciérnagas.
También las aves rapaces, aunque disminuidas, mantienen el dominio aéreo en las zonas serranas: buitres de cabeza pelada y águilas moras describen en lo alto lentos círculos, clavando sus ojillos telescópicos en las ovejas, en los cuises que duermen al sol, en los derrumbados vacunos agonizantes.
En la época prehispánica la singular abundancia de la fauna terrestre y acuática permitió que las parcialidades indígenas disfrutaran de una alimentación permanente y accesible. Los lobos de las costas atlánticas se adentraban en el Río de la Plata; los surubíes y dorados de los ríos, los pecaríes y los venados, toda una vastísima gama de especies abastecía al indio, y del mismo modo abasteció luego al habitante criollo de nuestras soledades rurales. El tamaño de la fauna uruguaya, poco significativo, estuvo y está compensado por un pulular diurno y nocturno que los cazadores por vicio o por necesidad aprovechan para llenar sus morrales o para recolectar plumas y cuerear finas pieles de lobo fluvial, de nutria y carpincho, de lagarto y de víbora.
Daniel Vidart. Antropólogo, docente, investigador, ensayista y poeta.
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias