La memoria en rojo: Rodney Arismendi

Ismael Blanco

27.03.2015

Hace ya varios días que mi padre me habló de Arismendi. Siempre fui un desastre recordando fechas, nunca las retuve, mi memoria parece no tener margen para retener cualquier tipo de aniversario, onomástica o conmemoración.

Menciono lo anterior, pues el sábado pasado me recordaron que Arismendi hubiera cumplido 102 años. Las casualidades, el inconsciente o vaya  uno a saber qué, hicieron que por nuestros pensamientos apareciera sutilmente el más importante dirigente comunista que conoció nuestras tierras.

¿Qué puedo hablar yo de él como experiencia personal? Poco, muy poco. Tan sólo podría relatar algunas pequeñas anécdotas que consistirían en momentos compartidos con otros jovencísimos compañeros durante el exilio y posteriormente durante lo que sería el complejo retorno a la querida patria. Otros compañeros pueden decir más. Estos podrán hablar de sus intervenciones en las reuniones de dirección, de sus reuniones clandestinas, de su presencia en los sindicatos, de su lucha con los obreros de la carne, de su guapeza, de su carácter particular, de su ironía, de su labor parlamentaria, de su gracia y temperamento, de sus defectos y de sus errores... Yo sólo puedo contar algo desde una perspectiva más sencilla, desde la mirada del niño y del adolescente que fui.

Con el tiempo aprendí a valorar a las personas más allá del bronce, de la imbatibilidad, y de cualquier tipo de idealización. Puedo y a la vez estoy convencido, de que es mucho mejor admirar a alguien tal como se presenta, cuando su accionar es digno de respeto y cariño y que su obrar puede conmovernos por su inteligencia, su bravura, pasión y sensibilidad.

De pronto, recuerdo a mi madre llorando hasta casi el desconsuelo, de emoción y alegría, allá por el '83 en el despertar democrático argentino, cuando Arismendi realizaba la primera conferencia pública en el Hotel Savoy, en pleno centro porteño, tan cerquita de la patria. Ella junto a Juana, a poco más de un metro escuchaban su particular timbre de voz y observaban obnubiladas la gestualidad calma y firme de un jefe comunista, un título que nunca impuso sino que le fue reconocido por su clase y por sus antagonistas y enemigos, capaz de generar un magnetismo que sólo pocos humanos poseen, ese que existe cuando basta la sola presencia de un individuo para impregnar en otros idea de entregarlo todo por una causa. En aquel recinto se sucedían abrazos de reencuentros, sonrisas, corazones que latían sincronizados. No había preguntas, no se planteaban respuestas. Aquella situación era la más pura expresión de un sentimiento: emoción. 

Se me ocurre, que tanto mi madre, como Juana y como la mayoría de los que allí estaban, escuchaban y atendían más que a un dirigente, a un símbolo que representaba la supervivencia, que con muchos o hasta demasiados dolores, habían superado la fascista promesa de borrar cualquier expresión comunista por 50 años de la realidad nacional. 

Era entonces, que como una suave brisa, que de a poco se convertía en ventarrón, se empezaba a despejar la tormenta de los '70 y de principios de los '80. Es que  ese hombre alto, delgado, con porte distinguido y educado,  significaba una victoria de la resistencia, significaba haber sobrevivido, no haber sido derrotados, aún con los huesos todos rotos y muchas heridas en el alma, algunas de ellas muy profundas.

Desde mi ubicación, irreverente y respetuosa a la vez, observaba y descubría  por qué una organización que en ningún instante dejó de estar constituida, había resistido; se evidenciaba que además de ideología, existía un valor  insuperable: fraternidad. La que lamentablemente vi perder con el tiempo.

Se me ocurre y hoy lo valoro mucho más, que Arismendi no era cualquier líder, arriesgo a decir que se trataba de uno de aquellos líderes o dirigentes de otros tiempos, y aclaro que aquí no vengo a reivindicar asuntos con una mirada melancólica, nada más alejado de mí, no traigo nada taciturno en mi comentario. Es que tengo la ventaja de escribir y opinar en tiempos de concreciones de la izquierda, por tanto muy alejado de mí está cualquier reflexión apesadumbrada. Pero es honesto decir que Arismendi,  además de ser un líder respetado y admirado no sólo para generaciones de comunistas uruguayos, también lo fue aún en las más duras batallas ideológicas por toda la izquierda y su presencia en los estrados parlamentarios vindicaba las causas obreras y sobresaltaba a la derecha y la reacción. 

Puedo imaginarme que para Arismendi su mayor dolor, su fatal golpe, su segura mayor amargura, superior a cualquier traición vivida, que absurdamente el destino le reservó al final de su vida, fue tener que admitir que el socialismo real, aquel mundo en el que había confiado y al que se había entregado como gran parte de la humanidad, se desplomaba,  implosionaba. Debía aceptar que la patria de Lenin renunciaba a su obra. Todo aquello significó el peor dolor que un revolucionario de cualquier lugar del planeta debió enfrentar. Creo yo,  que un dolor similar al de un revolucionario del siglo XIX al asumir la derrota sangrienta de la Comuna de París. Su vida no le dio más tiempo, al menos el necesario para acompañar con sus ideas y con su carne la más dolorosa historia de cierta forma de comunismo. Ante esta realidad, cuando obligatoriamente se nos presenta la autocrítica, la dolorosa pregunta, la sin respuesta, ocurrían todo tipo de reacciones: bronca, incredulidad, necedad, angustia y mucho dolor sin duda. En ese tiempo fatal,  surgía, hasta naturalmente, la necesidad humana de  la búsqueda de responsables, surgía inmediatamente la asignación de cargas, y la mayoría de las veces la desorientación. A muchos nos alcanzaba en pensar que Fucik, Marcos Ana, Manolis Glezos, Jaime Pérez entre nuestros miles de muertos y sobrevivientes del infierno, en que no se podía renunciar, no a los formalismos sino a la esencia particular de cada uno de nosotros y a nuestra propia historia. Que era y es indiscutible que los victoriosos sobre el nazismo y el fascismo habían entregado sus vidas por la idea comunista  y que orgullosos de sus ideales, de solidaridad y amor por la Humanidad lo hicieron a cambio de nada personal. Esos millones no eran ni burócratas ni funcionarios numerarios. Que había sido cierto e irrefutable que en cualquier selva de Vietnam, de  Nicaragua o de Cuba existieron camaradas que con el ideal comunista enfrentaban a la muerte. Nada más material que esos hechos, se trataba de la ideología con carne, sangre y músculos.  Bastaba con mirarse para advertir que no había abstracción en nada de eso. Y  ese amor por los demás, había sido tallado  en nuestro país desde la mitad de los '50 por Rodney Arismendi y para mí basta. 

No es posible pensar en Arismendi sin hacerlo colectivamente, y me pasa que cuando lo hago se me figuran miles de jóvenes rostros tomados del brazo, manifestándose en la calle o levantándose en huelga en el Cerro, en los frigoríficos o en alguna fábrica textil cualquiera de la Unión.

Se me ocurre que luego de tantos años de lucha, de entrega, de sufrimiento, de cárceles antes y durante la dictadura, de asesinatos de antes y durante la dictadura, de resistencia ante la hecatombe fascista, donde pasaron  a ser institucionalizadas las torturas, las desapariciones, las cárceles, las violaciones,  las aberraciones de todo tipo, existe un instante personal, el momento que es de uno y que se les presenta a aquellos que vivieron y superaron el infierno. Todos los humanos tenemos ese instante personal, ese que es para sí, ese que se nos presenta cuando ya transcurrió el tiempo suficiente como para mirar atrás y podemos ver que el inicio del camino ya se esfuma de nuestra vista. En ese particular momento es donde determinadas mujeres y  hombres, se preguntaron, se preguntan y se preguntarán, si en sus vidas hubo o no coherencia y en lo que a mí respecta, si yo tuviera que responder desde aquí, más allá de la personalísima respuesta, me permito responder como destinatario de sus luchas que sí las hubo! Si la respuesta es afirmativa entonces, la vida, tan única, tan particular,  valió la pena.

Podrá decirse que la aventura comunista llegó a su fin. Puede haber razones para fundamentarlo y hasta para afirmarlo. Las actuales y futuras generaciones poseen  la oportunidad de impugnar esta afirmación y en sus manos tendrán la oportunidad de hacer florecer lo mustio en otra primavera, pero para ello siempre será necesario defender la coherencia y la autenticidad aunque duela. En sus últimos instantes de la vida política, Arismendi no se guardó su guapeza ideológica para asumir errores. No se podía esperar otra cosa de un revolucionario más que la defensa de la verdad.

Lo sé, me consta, quedan muchas preguntas sin respuestas, es que en este mundo desvencijado resulta inquietante tanta desorientación y tanto pragmatismo a la vez. Ante tantas dudas me atrevo a sugerir una sola pregunta y de su respuesta dependerá si valió la pena tanto sacrificio y lucha, una pregunta que muchos se hicieron como si fuera su propio juicio final antes de partir a la nada: ¿fuimos coherentes? Si la respuesta es afirmativa entonces no hay nada de que arrepentirse y lo que quede en la cuenta como un error tengo la certeza  que los pueblos saben perdonar a sus hijos.

Ismael Blanco
2015-03-27T11:45:00

Dr. Ismael Blanco