No me gusta el carnaval

Soledad Platero

23.02.2011

No me gusta el carnaval. Digámoslo así, desde la primera línea, para evitar malentendidos. No me gusta, y no es de ahora.

Y no me vengan con bajtineadas sobre la fiesta popular, los tres días de orden social invertido, las voces de la calle y demás discursos antropológico-literarios. Todo eso ya lo sé. Y lo que no me gusta, digo, es el carnaval uruguayo, con sus casi dos meses de duración, sus repeticiones a lo largo del año, sus espectáculos y sus zonas accesorias —como programas de radio y televisión, seguimiento diario de las instancias del concurso, y demás rebusques, todos ellos, por cierto, lícitos y respetables.

A mí no me gusta, pero no es de eso que quiero hablar. Que yo no le saque el pegue, que no disfrute de los chistes, ni de los trajes, ni de la coreografía, ni de los coros, no impide que me vea en medio de ese tsunami que, por una vía o por otra —o, más bien, por todas— se instala con una contundencia avasallante en el mundo de cualquier habitante de Montevideo en estos días. No me quejo.

De lo que quiero hablar no es de carnaval, sino de arte. O del imposible —y  paradojal, según veremos— binomio arte-conciencia, que tanto perseguían los artistas desde la ilustración hasta hace unos treinta o cuarenta años.

Digamos que quiero hablar de un cuplé de murga, porque ocurre que lo he visto más de un par de veces, gracias a la empecinada presencia de lo murguero en mi vida, como en la de todos los que vivimos acá, seamos o no seguidores de Momo. Es un cuplé de la Catalina, y se llama (creo) Violencia.

Lo primero que quiero observar es lo acertado de poner en su sitio el asunto. Violencia. Lo irracional y masivo de la violencia, y no el paranoico y miope discurso de la seguridad (o la inseguridad). La violencia como escena posible, anterior a cualquier distancia reflexiva o de lenguaje, a cualquier posibilidad de represión internalizada.

Lo que nos asusta todos los días desde los informativos de la tele y en los comentarios del barrio es el sinsentido, la gratuidad de la violencia —la de los rapiñeros, la de los hinchas de fútbol, la de los hombres y mujeres entre sí y contra sus hijos— y, sobre todo, su irrupción como pasaje al acto, sin barreras y sin culpa.

Pero lo que me llamó la atención en el cuplé fue, menos que el tema, su tratamiento lírico. Podríamos decir que el texto tiene dos partes claramente diferenciables: la primera es mimética, la segunda es representativa.

Digámoslo así: la primera parte toma la voz del personaje (digo “el personaje” en sentido literario, conceptual, más allá de si es uno o son miles) bajo la forma de un canto de hinchada hecho de insultos y desafíos (“Vengo de la cabeza soy de una banda descontrolada / hoy no me cabe nada vas a correr porque sos cagón. / Son todos unos putos, unos amargos, unos buchones / llaman a los botones, vinieron todos se quedan dos. / Hoy vas a correr porque sos cagón / con el culo roto porque mando yo.“)

El texto es mimético: habla como habla el personaje. Repite el rosario de frases hechas que componen cualquier esquema ritual de provocación y aguante, sin otra pretensión que la de mostrar quién es el más guapo, el que no se come ninguna, el que se la banca. No es raro que un discurso de desafío sea así: es precisamente la falta de lenguaje lo que nos hace zambullirnos en la acción. Lo sabe cualquier terapeuta, lo saben los maestros y educadores, lo sabe, en suma, la civilización. No hay lenguaje, sino, en todo caso, palabras repetidas, que bien podrían ser meros gestos, movimientos del cuerpo, señales.

Pero la mímesis, en un movimiento al que hay que reconocerle gran destreza literaria, se va corriendo hasta instalarse en otro lado: la voz  del personaje, esa retahíla de insultos rituales que se limitaba a lanzar un desafío, se va transformando hábilmente en un discurso que deja de ser de sí y pasa a ser sobre sí.  “Voy a salir de caño ya estoy re duro toy re pasado / como ya estoy jugado me chupa un huevo matarte o no. / Mi vida es un infierno, mi padre es chorro, mi madre es puta. / Vos me mandás la yuta y yo te mando para el cajón.”

La segunda parte se instala, decididamente, en el lugar de la representación. Aunque sigue usando la primera persona, el que habla tiene un discurso que es, notoriamente, el de alguien que posee lenguaje, en el sentido más amplio del término (y tal vez en el único verdadero sentido): es capaz de hablar sobre sí, dando cuenta de su circunstancia, de su lugar histórico, de sus condiciones de existencia. “Yo soy el error de la sociedad / soy el plan perfecto que ha salido mal./ Vengo del basurero que este sistema dejó al costado / las leyes del mercado me convirtieron en funcional / Soy un montón de mierda brotando de las alcantarillas / soy una pesadilla de la que no vas a despertar.”

Aunque preserva el estilo desafiante y provocador de la primera parte, el personaje que habla ahora es capaz de construcciones que son, gramatical y conceptualmente, más complejas que “vos sos un cagón” o “toy re pasado”. Podríamos decir que usa una estrategia discursiva para simular un lugar social que no es, obviamente, el del personaje que quiere evocar. A esa estrategia discursiva, a ese ponerse en el lugar del otro, se le llamaba representación.

Digo “llamaba” porque desde hace ya bastante tiempo ocurre que los personajes reales —no literarios— de la escena policial han aprendido a repetir las muletillas del discurso jurídico y sociológico, y son capaces de decir con toda soltura frases como “soy un emergente social”, con la misma comodidad con que alguna vecina aparece en la tele diciendo “después hablan de sensación térmica.”

Eso no quiere decir, por cierto, que quienes escribieron el texto del cuplé sean pibes chorros. Por el contrario, son, seguramente, personas que tienen herramientas cognitivas e intelectuales como para poner el problema de la violencia en más de un registro discursivo, y conseguir, exitosamente, la empatía del público.

Y ahí llegué al punto que me interesa: la empatía del público. El arte es, casi por definición, eso que mueve a la empatía. Es lo que hace que la poesía sea dolorosa o no sea nada (desde mi modesto punto de vista) y lo que hace que ciertas pinturas, ciertos momentos musicales, ciertas fotografías —la fotografía, como la poesía, son los mejores ejemplos— tengan la capacidad de conmovernos, de arrasarnos en una emoción incontenible.

El asunto es que entre la representación (eso que, por definición, pretende ocupar el lugar del otro para, digamos, hacerle justicia) y la mímesis (el logro más acabado y puro del arte: la cosa misma, obtenida a través de procedimientos de imitación y creación) hay un lugar imposible, un hueco que la civilización trataba de llenar apelando a la interpretación.

El fin de las pretensiones de interpretación, el mero empuje de la empatía y la emoción, la repetición entusiasta y generosa de estribillos, tanto miméticos como explicativos, anuncian algo terrible: no nos moveremos de este lugar. No podremos salirnos del esquema seguridad – violencia, porque la emoción nos entrega sin escalas a un viaje que oscila entre el punto estático (y extasiado) de la contemplación absorta, transida o desolada y el estallido sin proyección y sin lenguaje de la pura furia.

Todo el resto es literatura.

Soledad Platero
2011-02-23T21:24:00

Soledad Platero

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