¿Se convertirá Wolfsburgo en el próximo Detroit? Michael Mansilla

03.12.2025

«Sin VW, esta ciudad y toda la región morirían», comentó un residente local. «Nos convertiríamos en un Detroit europeo», triste y certera predicción de un lugareño. Los planes de la UE para prohibir la venta de coches de combustión interna a partir de 2035.Wolfsburgo, nacida como una visión utópica de la modernidad alemana, es un caso de estudio sobre cómo ese modelo se está quedando sin rumbo.

Pocos lugares en Alemania están tan intrínsecamente ligados al destino del país como Wolfsburgo, la cuna de Volkswagen. Fundada como ciudad modelo nazi, poblada por los trabajadores que construían el «coche del pueblo» de Adolf Hitler, Wolfsburgo se reinventó tras la Segunda Guerra Mundial y se convirtió en un símbolo de recuperación y de la ambición pacífica alemana. Hoy en día, ostenta el PIB per cápita más alto de Alemania. Sin embargo, al igual que el país, mira al futuro con temor. Dado que su existencia depende por completo de la debilitada industria automovilística alemana, Wolfsburgo se pregunta: ¿se convertirá en el próximo Detroit?

A primera vista, Wolfsburgo podría parecer un símbolo improbable del malestar económico de Alemania. Pulcra, próspera y meticulosamente planificada, está dominada por la monumental planta de Volkswagen, que aún figura entre las mayores fábricas de automóviles del mundo. Sin embargo, observar Wolfsburgo con detenimiento hoy en día permite vislumbrar el profundo malestar estructural que aflige a la otrora poderosa potencia industrial alemana. Al igual que Detroit lo fue para Estados Unidos, Wolfsburgo refleja el destino del corazón manufacturero de su nación: una ciudad construida sobre el sueño de la movilidad, la modernidad y la prosperidad, que ahora se enfrenta a los límites de su modelo.

Los orígenes de Wolfsburgo están inusualmente cargados de historia. Fue fundada en 1938 como la «Ciudad del Automóvil Fuerza-Alegría», una ciudad completamente nueva concebida por el régimen nazi para albergar a los trabajadores que fabricaban un automóvil asequible para las masas. El proyecto combinaba ingeniería social y propaganda: una visión del trabajador moderno, disciplinado y laborioso, al servicio del proyecto nacional mediante la tecnología. Al finalizar la guerra, las fuerzas de ocupación británicas optaron por no desmantelar la fábrica de Volkswagen, preservando así la infraestructura que pronto impulsaría la recuperación de Alemania Occidental en la posguerra. A partir de entonces, la prosperidad de Wolfsburgo creció al ritmo de la de Volkswagen. Convertida la empresa en símbolo del Wirtschaftswunder , el «milagro económico», la ciudad se transformó en un próspero escaparate del renacimiento de la República Federal.

Durante décadas, Wolfsburgo fue el emblema del éxito industrial. Con Volkswagen como su motor, alcanzó un PIB per cápita de alrededor de 146.000 euros en 2022, más del doble que Londres, que ostenta la tasa más alta del Reino Unido. Sin embargo, todo esto depende de una sola empresa. VW emplea a 62.000 personas en una ciudad de 130.000 habitantes. «Sin VW, esta ciudad y toda la región morirían», comentó un residente local. «Nos convertiríamos en un Detroit europeo».

Aquel comentario, hace unas décadas, ahora suena más a profecía. La dependencia de la ciudad de su principal patrocinador corporativo siempre ha sido casi total. Cuando la empresa tropezó, la ciudad también: entre 1991 y 1994, los ingresos fiscales cayeron casi un tercio, un anticipo de la vulnerabilidad de Wolfsburgo ante las fluctuaciones del mercado automovilístico. El año pasado (2024), los ingresos por impuestos a las empresas cayeron un 40%, lo que obligó a una ciudad que antes no solo estaba libre de deudas, sino que además contaba con un fondo de reserva, a planificar medidas de austeridad. Actualmente se financia con préstamos bancarios.

Las alarmas están siempre encendidas.

La planta de Volkswagen en Wolfsburgo tiene capacidad para producir 870.000 vehículos al año, pero en 2023 apenas fabricó 490.000. El año pasado, la compañía anunció que, por primera vez, estaba considerando el cierre de fábricas en Alemania. Los planes de la UE para prohibir la venta de coches nuevos de gasolina y diésel a partir de 2035 se avecinan, los precios de la energía son altos, la regulación se está endureciendo y la transición global hacia la movilidad eléctrica ha sometido a los fabricantes alemanes a una presión sin precedentes. Los fabricantes chinos de vehículos eléctricos -más eficientes, subvencionados y con mayor capacidad de innovación- ganan cuota de mercado, mientras que el marco regulatorio de la UE y la transición energética han disparado los costes en Alemania. Para una ciudad que vive y respira Volkswagen, las consecuencias son existenciales.

Aunque un acuerdo con los sindicatos alemanes evitó despidos inmediatos en Wolfsburgo, la empresa aún pretende reducir su plantilla nacional en 35.000 empleados -aproximadamente una cuarta parte del total- para finales de la década y recortar su capacidad de producción en 700.000 vehículos.

El acuerdo contempla recortes de empleo y reducciones de capacidad. Los sindicatos celebran el acuerdo que mantendrá abiertas las fábricas, pero jubilaciones anticipadas, reducción de horas de trabajo y congelación de sueldos desde 2025.

Este cambio pone de manifiesto profundos problemas estructurales del modelo económico alemán, y en ningún lugar resulta esto más evidente que en Wolfsburgo, la ciudad de Volkswagen.

Los paralelismos con Detroit no son exactos, pero sí instructivos. Ambas ciudades prosperaron como ciudades industriales construidas en torno a una sola industria que alguna vez encarnó la identidad nacional. Ambas disfrutaron de décadas de prosperidad antes de que la lógica de la globalización y la desindustrialización comenzara a volverse en su contra. El declive de Detroit fue repentino, desencadenado por las crisis del petróleo de la década de 1970, la competencia extranjera y la mala gestión empresarial. La transformación de Wolfsburgo es más lenta, pero no menos peligrosa: el motor de combustión interna, el producto que definió su prosperidad, se ve amenazado por la transición tecnológica y la presión política. Además, la transición a la movilidad eléctrica exige capital, conocimientos de software y química, y una agilidad que empresas tradicionales como Volkswagen han tenido dificultades para alcanzar. 

Alemania no ha logrado reconvertirse hacia una economía digital o de servicios de alta tecnología como sí lo hicieron EE. UU. o Corea del Sur. El envejecimiento demográfico, la falta de ingenieros jóvenes y la pesada burocracia agravan el problema. Además, las, aunque alcanzarán el nivel de las empresas asiáticas, la automatización de la industria no devolverá la misma calidad y cantidad de empleo bien remunerados en la ciudad. Esos empleos ya son cosa del trabajo.

Se han realizado esfuerzos para diversificar la economía. Wolfsburg AG, una iniciativa público-privada conjunta entre la ciudad y Volkswagen, ha buscado atraer empresas tecnológicas emergentes y desarrollar un sector de servicios menos dependiente de la fabricación de automóviles. Sin embargo, estos proyectos siguen siendo modestos en comparación con la magnitud del desafío. El problema no radica simplemente en el empleo local, sino en la estructura nacional. El modelo económico alemán -orientado a las exportaciones, con una fuerte presencia manufacturera y dependiente de su base automotriz y de maquinaria- está mostrando signos de debilidad. La industrializada Alemania no está preparada para convertirse en una economía de servicios.

Wolfsburgo se convierte, por lo tanto, en una lente a través de la cual observar una historia más amplia: una economía industrial de alto costo que lucha por reinventarse. Los mismos factores que alguna vez hicieron de Alemania una potencia formidable-ingeniería de precisión, innovación incremental, densas cadenas de suministro- ahora corren el riesgo de convertirse en desventajas en un mercado global más rápido y volátil. El crecimiento de la productividad se ha estancado, la inversión se queda rezagada con respecto a la competencia y la crisis energética posterior a la invasión rusa de Ucrania ha puesto de manifiesto la fragilidad del núcleo industrial del país. Alemania también enfrenta numerosos problemas interrelacionados, desde el descenso de los estándares educativos hasta los elevados costos de la energía.

El Y la transición a la electromovilidad exige un tipo de conocimiento -software, baterías, inteligencia artificial- que las empresas europeas aún no dominan plenamente. Talón de Aquiles industrial.

El "motor de Europa" parece este frenado. La crisis energética posterior a la invasión rusa de Ucrania encareció la electricidad y el gas, afectando directamente a la industria pesada. El crecimiento de la productividad se ha estancado y la inversión privada se retrae. El motor de combustión interna, durante un siglo símbolo de progreso, se ha convertido en un lastre regulatorio y ambiental. 

Malas energías.

Cuando sucedió el incidente nuclear de Fukujima, la Canciller Angela Merkel apresuró en cerrar las centrales de este tipo, aunque fue advertida no escucho. Sé entrego al gas natural ruso barato que llegaba por el Mar Báltico. Hasta la invasión a Ucrania. Hoy debe pelear para obtener gas natural del Mar del Norte, especialmente el noruego. O la alternativa de comprar GNL de todas partes del mundo. De electricidad barata a los precios menos competitivos de la Unión Europea.

El canciller Olaf Scholz reconoció en 2024 que "Alemania ya no puede dar por sentada su prosperidad industrial", y el ministro de Economía Robert Habeck advirtió que el país corre el riesgo de perder su base productiva si no acelera la transformación digital y energética. La advertencia es particularmente urgente en regiones como Baja Sajonia, donde Volkswagen sostiene economías enteras.

Detroit: la capital del motor que frenó en seco.

Durante gran parte del siglo XX, Detroit simbolizó el auge industrial estadounidense. Sede de Ford, General Motors y Chrysler, la ciudad atrajo a cientos de miles de trabajadores, alimentó la expansión de la clase media y alcanzó en 1950 su apogeo demográfico: casi dos millones de habitantes, prosperidad y el orgullo de haber impulsado la movilidad global.

Pero el mismo motor que impulsó su crecimiento también preparó su caída. Desde los años sesenta, la desindustrialización y la globalización trasladaron producción y empleos hacia otros estados y países. Desde los años 60-70, la producción automotriz comenzó a trasladarse a plantas en el sur de EE.UU. (menos sindicatos) ha México y Asia, Sudamérica, Brasil y Argentina, Venezuela.

La automatización y la globalización redujeron empleos.

Cierre masivo de fábricas y pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo. La automatización redujo aún más la necesidad de mano de obra, y la economía local, dependiente casi por completo del sector automotor, quedó expuesta a los vaivenes del mercado global.

A este declive económico se sumó un profundo fracturamiento social. La segregación racial, la discriminación inmobiliaria y los disturbios de 1967 aceleraron el éxodo de población blanca (White fligh) primero hacia los suburbios y luego hacia otros estados, socavando la base fiscal de la ciudad. Barrios enteros quedaron abandonados, miles de viviendas fueron demolidas y servicios esenciales -desde escuelas hasta la iluminación pública- entraron en crisis.

En 2013, Detroit tocó fondo: se declaró en bancarrota, la mayor de una ciudad estadounidense. La deuda superaba los 18.000 millones de dólares y los recortes golpearon a jubilados, empleados públicos y residentes que ya convivían con pobreza, altos índices de criminalidad y un paisaje urbano marcado por ruinas industriales.

Sin embargo, la historia no terminó ahí. En la última década, inversiones público- privadas, proyectos de renovación urbana y la creación de puestos de servicio han devuelto cierta vitalidad al centro y a áreas específicas. Nuevos comercios, viviendas y espacios públicos conviven hoy con zonas aún devastadas, reflejando una recuperación desigual y llena de contrastes.

Detroit es hoy una advertencia y un laboratorio urbano: un recordatorio de los riesgos de depender de un único sector económico y, a la vez, una prueba de la resiliencia social en contextos extremos. Su futuro sigue escribiéndose, entre la memoria de gloria industrial y la búsqueda de un modelo más diverso, humano y sostenible. Aunque los más pragmáticos señalan que los altos impuestos de la ciudad y el estado de Michigan no alientan a posibles inversores. Ellos ven a Detroit como otra Gary, Indiana, la ciudad abandonada que sirve de set para todas las películas postapocalípticas.

La ironía es sorprendente. Wolfsburgo, nacida como una visión utópica de la modernidad alemana, se erige ahora como un caso de estudio sobre cómo ese mismo modelo está llegando a su fin. Llamarla «la nueva Detroit» quizá exagere aún su declive -Volkswagen sigue siendo rentable y Wolfsburgo no ha sufrido el colapso social que afectó a su homóloga estadounidense-, pero la comparación refleja una verdad esencial. Ambas ciudades encarnan el destino de una economía industrial que se enfrenta a su propio declive.

WV quiere trasladar su producción a mercados externos, donde no hay exigencia de en la utilización de automoviles gasolina y Diesel. Pero los donde los coches de motor o eléctricos chinos baratos están copando los mercados. Los fabricantes chinos, apoyados por subvenciones estatales y una cadena de suministro más eficiente, lideran la carrera global. BYD, NIO o XPeng ya venden modelos eléctricos por debajo de los 25.000 euros, frente a los 35.000 o más de los europeos. En 2024, China superó a Japón como el mayor exportador de automóviles del mundo, consolidando su hegemonía tecnológica.

 

Michael Mansilla.

 

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2025-12-03T11:39:00

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