Columna de Ciencia y Tecnología
Adriana Geisinger
06.07.2017
Muchos de los eventos que afectan radicalmente nuestra vida son determinados por el azar, como el haber conocido casualmente a aquella persona que sería nuestra pareja y eventual padre/madre de nuestros hijos, o a aquella otra que incidiría de manera notable en nuestra vida profesional o económica, etc.
Sin embargo, de todos los actos que han afectado nuestra vida simplemente por azar, seguramente ninguno ha sido más profundo que el hecho fortuito de que el espermatozoide que ganó la carrera por alcanzar el ovocito durante nuestra concepción, fuera portador o no de un cromosoma Y.
Los cromosomas son las estructuras que contienen los genes, y están ubicados en los núcleos de las células. Los seres humanos poseemos en todas las células de nuestro organismo 46 cromosomas presentes bajo la forma de 23 pares: 22 pares son cromosomas no sexuales denominados autosomas donde ambos integrantes de cada par son iguales entre sí y contienen los mismos genes, y un par corresponde a los cromosomas sexuales, que son los determinantes del sexo. El sexo femenino está determinado por la presencia de dos cromosomas sexuales X iguales (XX), en tanto el sexo masculino se debe a la presencia de un par sexual formado por dos integrantes diferentes, un cromosoma X y un cromosoma Y (XY), y esto es válido para casi todas las especies de mamíferos. Durante el proceso que lleva a la formación de las células reproductoras, llamadas genéricamente gametos, se produce una división celular peculiar en la cual los integrantes de cada par de cromosomas se reparten entre las células hijas, de modo que tanto los espermatozoides como los ovocitos, una vez formados, portarán únicamente un integrante de cada par cromosómico; los gametos son entonces las únicas células del organismo con 23 cromosomas en lugar de 46. Ahora bien: siendo los cromosomas sexuales de los machos el único par disímil, resulta entendible que a consecuencia de la mencionada división celular se generen dos tipos de espermatozoides diferentes, la mitad de ellos portadores de un cromosoma X, y la otra mitad, de un cromosoma Y (los ovocitos, por el contrario, serán todos X). De entre los 250 millones de espermatozoides que un varón normal produce en promedio por eyaculado, el hecho de que el espermatozoide que finalmente fecunde al ovocito porte un cromosoma X o uno Y es, simplemente, un tema de azar.
Al producirse la fecundación el espermatozoide se fusiona con el ovocito, lo que lleva a la formación de una célula huevo en la que se restituirán los 23 pares cromosómicos. Esta célula huevo comenzará a sufrir múltiples divisiones celulares no reduccionales, originando así todos los órganos y tejidos del organismo, integrados todos ellos por células con 46 cromosomas. Si el espermatozoide fecundante fue portador de un cromosoma X, la célula huevo y todas las células derivadas de ésta, que formarán el nuevo individuo, serán XX, y el individuo formado será una niña. Si, por el contrario, el ganador fue un espermatozoide Y, la célula huevo y todas sus células sucesoras serán XY, dando origen a un varón.
El cromosoma Y es un cromosoma de pequeño tamaño, que contiene un menor número de genes que el resto de los cromosomas. Pero, ¿qué particularidad tiene ese pequeño cromosoma, que su sola presencia es condición necesaria y suficiente para determinar que quien lo porte sea varón? Por insólito que parezca, la respuesta a esta pregunta la conocemos desde hace tan sólo veintisiete años.
En el año 1990, un grupo británico publicó en la revista Nature el hallazgo de varones con cromosomas XX (teóricamente mujeres) que tenían una pequeña región del cromosoma Y adosada a uno de los X. Dentro de dicha región identificaron la presencia de un gen al cual denominaron SRY (del inglés, "sex-determining region Y"), y lo propusieron como candidato a ser el gen determinante del sexo. Estudios posteriores demostraron que, en efecto, así era. Se vio que individuos XX que hubieran adquirido el gen SRY podían tener características masculinas si bien eran infértiles, en parte porque carecían de los otros genes del cromosoma Y. Por el contrario, individuos XY cuyo gen SRY se encontrara mutado o alterado de alguna forma, tendrían en general características femeninas.
¿Cómo actúa SRY? Este gen está activo durante un breve período de tiempo en el desarrollo embrionario, encendiéndose a la séptima semana de gestación en los humanos (10,5 a 11 días de gestación en el ratón) y apagándose aproximadamente a las 24 horas, para luego mantenerse apagado por el resto de la vida. No obstante, durante ese brevísimo período de tiempo en que SRY está activo, provoca el encendido de otros genes, lo que a su vez desencadena una serie de reacciones que culminarán en la formación de testículos y demás órganos del aparato reproductor masculino.
De los experimentos de reversión del sexo mencionados más arriba se deduce que los machos tienen todos los genes necesarios para producir ovarios, y las hembras todos los genes necesarios para producir testículos, a excepción de SRY, que al estar ausente, impide que estos otros genes de macho se activen. Podríamos inferir entonces que en las hembras la determinación y el desarrollo del ovario no requerirían de ninguna señal específica, sino que se producirían de un modo pasivo, simplemente por ser el camino predeterminado en ausencia de SRY. Esto, que se creyó así durante un tiempo, combinaría a la perfección con las antiguas teorías de fines del siglo XIX y principios del XX, que de algún modo reflejaban en sus ideas sobre la determinación del sexo, un sesgo originado en una concepción machista en la que se consideraba que los factores que favorecían un rol activo en las células predisponían hacia la formación de machos, mientras que los roles más pasivos predisponían hacia la producción de hembras.
Actualmente, sin embargo, sabemos que esto no es así, sino que la cuestión es bastante más compleja: la vía de determinación hacia ovario implica la función de genes específicos de hembra, y la supresión activa por parte de estos genes, de genes de testículo. Se ha visto que la pérdida de la función de algunos de estos genes de ovario resulta en la activación de genes de testículo, indicando que el rol de dichos genes es precisamente, mantener apagados a los genes de macho. El panorama actual, si bien aún muy incompleto, muestra la existencia de un mutuo antagonismo entre las vías de desarrollo hacia ovario y testículo, donde en cada una de las vías hay genes encendidos que se ocupan de mantener apagada la vía de diferenciación hacia el otro sexo.
De todos modos, no deja de resultar sorprendente que, en última instancia, la existencia de individuos tan diferentes como un hombre y una mujer dependa de la presencia o no de un único gen.
Dra. Adriana Geisinger. Profesora Adjunta Sección Bioquímica/Biología Molecular, Facultad de Ciencias. Investigadora Honoraria Asociada Departamento de Biología Molecular, Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable. Investigadora grado 4 del PEDECIBA, nivel II del Sistema Nacional de Investigadores.
adriana.geisinger@gmail.com
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