CUENTOS PARA EL FIN DE SEMANA
Cuentos para el fin de semana
18.07.2014
Todos los lectores podrán hacer llegar sus cuentos hasta los días jueves a: cuentos.uypress@gmail.com
Los cuentos de este viernes son:
Amnesia, de Elizabeth Óliver de Ábalos
El viejo, de Miguel Ábalos
Pescador, de Atahualpa
El hombre sabio del pueblo, de César Guido Paz Peralta
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Amnesia
De Elizabeth Óliver de Ábalos
Subió lentamente las escaleras del Estadio casi vacío y se sentó allá arriba, en la última grada de la tribuna. No sabía por qué había entrado ni qué lo había impulsado a subir tanto. Miró hacia la cancha por un instante, sin interés, y dejó que su mirada se perdiera en la nada. Estaba confuso, tratando sin suerte de hilvanar algún pensamiento, de recordar algo, por lo menos, dónde había estado antes de llegar ahí.
Buscó en sus bolsillos... sólo tenía unos pesos, la entrada y un boleto de estacionamiento, marcado a las 19:30. Miró el reloj, eran casi las 9 de la noche. Había salido en el auto, pero ¿a dónde?, ¿en qué garaje lo había dejado?, ¿y por qué?
Sintió el murmullo sordo de la gente festejando un gol. Los oía más lejos de lo que realmente estaban. Tenía que hablar con alguien, preguntar, tratar de recomponer el vacío instalado en su mente. Bajó las escaleras y llegó a la salida. Afuera, las boleterías ya estaban cerradas, sólo se veían unos cuantos guardias dispersos, en grupos de a dos, y un manisero, avivando el fuego interno de su carrito.
Se arrimó al vendedor y le compró maníes para entrar en conversación. Quería saber si lo había visto llegar al estadio, y empezó contándole que no recordaba nada, ni siquiera dónde había estacionado el auto. El hombre lo miró extrañado, le preguntó si se sentía mal, le palmeó el hombro y lo invitó a sentarse en su banquito. En eso, se oyó una voz a sus espaldas:
–¿Qué le pasa, señor, lo podemos ayudar en algo?
Eran dos policías uniformados, de los que andaban en la vuelta. Les respondió la verdad de lo que estaba sintiendo. Necesitaba volver, aunque no sabía a dónde. Si pudiera encontrar el auto, tal vez recuperara la memoria. Les mostró el boleto, los dos agentes lo guiaron hasta el estacionamiento más cercano, en Avda. Italia y Albo y entraron con él.
–Vamos a ver el coche, pero antes de dejarlo ir, le vamos a llamar una emergencia para que lo revise –le dijo uno de los agentes mientras el otro hacía la llamada por el móvil–, no puede irse sin saber a dónde, no se preocupe, va a estar bien.
Al abrir la puerta, vieron un zapato de mujer en el piso, un taco muy alto asomaba por debajo del asiento. No lo tocaron... se miraron de reojo.
–Parece que andaba acompañado... y que la dama salió apurada... ¿por qué no nos cuenta lo que pasó?
No podía contar lo que no recordaba, pero empezó a ponerse nervioso.
–A ver, déme los documentos –abrieron la guantera y los sacaron ellos–, ¿se acuerda cómo se llama?
–Sí, Mario Suárez.
–¿Y la dueña del zapato, quién es?
–Ella es... no sé... es... no la recuerdo...
Llegó la ambulancia, lo empezaron a revisar y a hacerle preguntas. Tenía la presión un poco alta y el pulso agitado, le dieron un comprimido y querían llevarlo al hospital para hacerle estudios, pero se negó. Mientras tanto los policías, uno con cada uno de sus documentos, hablaban por los móviles. Apareció un patrullero y lo invitaron a subir. Los uniformados de a pie se fueron sin explicar nada; presintió que los motorizados ya sabían lo que le pasaba.
–Vamos a dar unas vueltas, a ver si se acuerda de algo.
Se metieron en el Parque Batlle y enfilaron hacia la fuente luminosa, adelante se veían dos patrulleros con las luces del techo girando y varios haces de luz de linternas moviéndose entre los árboles. Se detuvieron junto a los otros, lo hicieron bajar y sosteniéndolo de un brazo se internaron en el parque. Estaba cada vez más nervioso, sudaba.
–¡Acá! –gritó uno desde lejos– ¡vengan acá!, ¡traigan más luz!
Había una mujer tirada en el pasto, quieta, con un pie descalzo.
–¿Está viva?
–No sé, a ver... Sí, tiene pulso, pero muy débil, llamá una emergencia, está muy golpeada... pero... ¡es un travesti!
Mario se zafó del agente que lo sujetaba y corrió internándose en el parque.
–¡Alto!, ¡alto o disparo! ¡Correlo, este hijo de puta se acordó de todo!
Uno o dos tiros al aire no lo detuvieron, pero tropezó y lo pudieron alcanzar. Cuando la ambulancia se llevó al travesti, que ya recobraba el conocimiento, volvieron a subirlo al patrullero, ahora esposado.
–Lo reventaste y te tenemos que llevar por agresión, pero más que nada por tarado. Si no nos hubieras hecho el verso de la pérdida de memoria, nunca habríamos sabido quién le pegó.
–No fue verso, me quedé en blanco... me asusté, creí que lo había matado. Es que cuando lo subí al auto pensé que era una mujer y cuando me di cuenta me puse furioso. Se escapó y corrió, pero mal, con un zapato solo, lo alcancé enseguida y le empecé a dar y a dar... hasta que cayó.
–Sos un tipo de mala suerte... nos avisó otro marica de los que laburan por acá y por eso lo encontramos. Si nadie hubiera llamado, se despierta solito y se va, como hacen todos cuando les mueven la calavera. Ya están acostumbrados, ni siquiera van a la seccional a hacer la denuncia. Si el juez que está de turno ahora es el que yo pienso, te va a procesar sin prisión, él tampoco se los banca. Pero igual te vas a comer 48 horas ó un poco más, no mucho. Y para la próxima, aprendé a reconocerlos antes de levantarlos, gil... ¡mirales las patas!, ¿dónde viste una mujer que calce más de 42?
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El viejo
De Miguel Ábalos
Parecería que sus hijas creyeran que fue viejo siempre. Los 84 años que lleva a cuestas, algunos achaques propios de la edad y lo poco o casi nada que habla, les hace pensar así. La mayor parte del tiempo se interna en su mundo de recuerdos y sumergido en él, recorre su vida pasada.
Piensa en Luisa, aquella atractiva y sensual mujer con quien perdió la inocencia. En Ana, la preciosa morocha a quien le decían "Chocolate". En Marta, con su piel tan blanca y sus enormes ojos verdes. Cómo olvidarse de Sofía, delgada y de hermosas caderas. Y otras tantas cuyos nombres se perdieron en la distancia.
Se pregunta qué será de ellas... Si viven, ¿cómo lo harán...? ¿Tendrán quién les diga "abuela" o estarán en total soledad acompañadas únicamente de sus recuerdos...? ¿Se acordarán de él…?
Piensa en la barra de compañeros, aquéllos de las noches de sábado en el boliche "El dominó"; punto de partida para "colarse" en alguna fiesta de cumpleaños o casamiento, o incursionar en uno de los tantos bailes del pintoresco y hermoso Montevideo de los años 40'. Busca en el tiempo cosas gratas ya vividas, trayéndolas al presente como un ejercicio para fortalecer su memoria.
Otras veces se pierde en un laberinto de cuerpos y nombres que desfilan vertiginosamente ante él sin que pueda reconocerlos. Piensa cómo ?casi sin darse cuenta? se marchó aquella hermosa y larga juventud, que en su momento le pareció tan breve, consumida por la urgencia.
Revive los felices años con Irene, complementándose en todo. La alegría de su andar por la casa, la dicha de los dos en cada embarazo, eligiendo siempre nombres de mujer, porque ambos sentían que nacerían niñas… Y después, su desconsuelo cuando ella murió, que sobrellevó dedicándose por entero a esas hijas que hoy lo desprecian…
Es por eso que no les presta atención, y porque nada amable tienen para decirle. Le demuestran su desagrado cuando va a visitar a Germán, el hijo de su amigo Antonio… les molestaba Antonio, también, cuando vivía.
Entonces el viejo sale, en busca de los afectos que ellas no le ofrecen, y se pasa horas en lo de Germán. Ahí, tanto Germán como Elena lo tratan como a un padre, y hasta los chicos le dicen "abuelo".
Germán le pide que le cuente de Antonio, de las cosas que hacían juntos cuando eran jóvenes y se emociona con sus anécdotas. Elena le ceba mate y le dice que está tan a gusto con él como estaba con su suegro, al que tanto quería. A la vuelta se siente renovado, el amor de esa familia le produce felicidad, le da energías para sobrellevar la existencia en su casa.
Camina despacio, pensando en ellos, en cómo pueden darle afecto, con los problemas que tienen. Si al pobre Germán, el socio le fundió el negocio y lo dejó en la calle. Ahora está trabajando de peón en una gomería ?después de haber sido empresario? y no se queja, dice que cualquier trabajo es digno para traer un peso a casa.
El viejo no les cuenta sus problemas, sufrirían por él y no podrían hacer nada. Para no mentirles, prefiere no hablar de sus hijas y dedicar todo el tiempo a los recuerdos de Antonio.
Donde miente es en su casa, para evitar rezongos y malos tratos. Dice que fue al cementerio a llevarle una flor a Irene, o al club de abuelos a jugar a las cartas. Eso porque preguntan dónde estuvo, si no lo hicieran no les diría nada. Igual gritan y protestan, pero él no les contesta, entonces aseguran que está sordo y senil. Dicho de otra manera, no es para ellas nada más que una cosa que ocupa un lugar físico, lo que significa un estorbo.
Por suerte aun se mueve por sus propios medios y puede andar solo. Ama sus pies, ellos lo hicieron transitar por muchos caminos, no claudicaron ante la distancia o la velocidad que les impuso su mente. Incondicionales amigos, que lo siguen sosteniendo sin lamentarse.
Y qué decir de sus manos, con su distinta misión, ellas fueron punto de referencia para sus palabras y muchas veces hablaron por él. Supieron estrechar con fuerza al amigo. Acariciaron la piel de mujer, trayendo a través de sus brazos ?como si éstos fueran cables de alta tensión? todo el placer a su cuerpo. Siempre a la orden de su cerebro actuaron en auténtica democracia. Hermosas herramientas que le siguen prestando utilidad. Mientras las mira, les susurra que las adora. No en vano su fiel amigo Pecos, echado a sus pies, las besa con ternura.
Y su mente, la que todo lo domina, sigue actuando con claridad. Le muestra que no está solo, le hace sentir que está entero y le indica que ahí está, a su servicio, para darle su soporte absoluto cuando llegue el momento de mostrar que existe, que a pesar de lo que crean, ¡todavía puede!
Sus hijas pasan a su lado mirándolo con desprecio, como a algo que molesta en el camino. No saben que aún tiene resto para librar su última batalla. No se dan cuenta que es un ser pensante con una gran fuerza interior... ¿Cómo van a saber, si no les importa? Algunas veces lo sacuden de sus pensamientos, cuando las escucha hablar:
?Yo creo que pronto vamos a tener que internar al viejo en una casa de salud.
?Sí, ahí va a estar bien atendido y tendríamos toda la libertad para hacer las cosas como queremos.
?Lo que hay que arreglar pronto ?dice uno de sus yernos? es que les dé un poder para manejar sus bienes, no hay por qué esperar que se muera para disponer de todo eso.
?Sí, tenés razón, primero hay que llevarlo al Abogado... después vemos dónde lo internamos.
Piensa con tristeza ¡qué seres ha engendrado! Es consciente de que no fue un santo, pero dio gran parte de su vida para hacer de ellas lo mejor. Se quedó solo cuando eran chicas, las crió, las educó y estuvo siempre ahí para ofrecerles su apoyo y su cariño. Sabe que fue su responsabilidad por haberlas traído al mundo, pero… él no la cumplió por obligación sino por amor de padre… y ellas se convirtieron en sus enemigas, tratando ?peor que los cuervos? de devorarlo antes de su muerte.
Recuerda que conforme fueron mayores, le pidieron la parte de su madre y él consintió, haciendo la partición de bienes... para que luego desbarataran hasta el último centésimo que les tocó... El viejo no puede entender cómo es posible ?si las dejó estudiar lo que quisieron y les solventó las carreras hasta el final? que nunca hayan ejercido sus profesiones. En realidad lo entiende... lo duro es aceptar que les sea más cómodo vivir de sus rentas, que son bastantes.
Y otro tanto pasa con sus yernos, que quedaron a cargo de la fábrica de pastas cuando él se retiró, aunque más no fuera para estar un rato cada uno detrás de la caja, como demostración de toda la actividad laboral que son capaces de desempeñar. El viejo sabe que los empleados mantienen esa fábrica al firme, aunque los zánganos de sus yernos le quieran hacer creer que está dando pérdida, sólo para venderla y dejar de trabajar.
Como la situación ?lejos de mejorar? se le está haciendo insostenible, decide que el asunto no da para más, que ha llegado el momento. Una mañana sale, va al cementerio a contarle a Irene y a Antonio su decisión y luego se dirige al consultorio de su Médico de cabecera. Le pide un certificado que acredite su estado de salud mental y sus condiciones para tomar decisiones. Con ese documento, se encamina a la oficina de su Abogado.
Como la ley no permite desheredar a los hijos, le encarga un trámite: la venta de todos sus bienes a Germán. Será una "venta figurada", ya que Germán no tendrá que pagar por ella. Incluye una cláusula en la cual el comprador podrá hacer uso de la casa en que habita el vendedor, recién después de su muerte. Firmados los documentos, en tres días hábiles ya no tendrá más bienes, Germán será propietario... y se enterará a su tiempo, cuando él ya no esté. Puestas las cosas en su lugar, serenamente vuelve a casa, donde todo sigue igual.
?Che, viejo ?le grita una de sus hijas? vamos a tener que ir al Abogado a que nos firmes unos papeles, así te hacemos más fáciles las cosas, ¿sabés?
?No tenés que preocuparte ni de leerlos ?le grita la otra? sólo firmás y ya está, ¿entendés?
El viejo las mira, asiente con la cabeza y con expresión displicente les dirige la palabra:
?Sí, sí, lo que quieran… pero vamos la semana que viene… estoy muy viejo para salir todos los días.
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Pescador
De Atahualpa
Tomó impulso y lanzó la línea con toda su fuerza. Los brazos tomaron fuerza desde la derecha, atrás contra la espalda y con ambas manos le dieron a la caña del reel el impulso para que la línea volara por el aire, guiada por la plomada grande, cortando el viento y desplomándose suavemente sobre la superficie del agua fría, allá lejos, donde él sabía que estaba el pozo donde otras veces las corvinas habían mordido el anzuelo.
Se afirmó en la roca negra con sus alpargatas bigotudas, las de salir a pescar, las infaltables, esas que no resbalan y que le daban la seguridad necesaria. Tensó la tansa tirando hacia atrás y con el dedo pulgar ajustó la tensión requerida. Ahora solo había que esperar, con paciencia a que el pez mordiera la carnada de almeja que había atado con un hilo finito y precisión quirúrgica. Había aprendido de su padre el arte de la pesca e incluso lo había mejorado con la experiencia de años de costa, piedra, agua salada y olor a mar. Le gustaba la espera calmada de la llegada del pez.
Un portacontenedores cruzaba el horizonte. Entre las nubes y el mar se divisaba la oscura figura de aquel monstruo marino moderno. Las olas golpeaban la roca dejando una estela de espuma blanquecina que el viento del sudeste llevaba lejos como espuma de jabón. Olas grandes golpeaban sin piedad su rítmico estruendo de espuma entre las canaletas de piedras negras, que parecen formar un cajón de luto a la corriente de agua salvaje.
La tansa se tensa y tira hacia el mar. Picó. Se siente el tirón en la caña. El pescador recoge tansa, arquea la caña, arquea su cuerpo hacia atrás y todo parece aflojarse. El pez ya no se siente. La atención no disimula la ansiedad evidente, la adrenalina empieza a invadir las arterias, el pulso se acelera, las pupilas se dilatan. De pronto, otro tirón pero con una fuerza inusitada. Ahora si. Picó. Mordió el anzuelo. Con un esfuerzo mayor la caña se arquea hasta una curvatura increíble, la línea se tensa al máximo, los pies en la roca se afirman, se prenden a la rugosidad de la piedra. La ola golpea fuerte en la roca oscura, la lucha entre el apresador y la presa es furiosa. De repente el pie de apoyo cede y ya no encuentra de donde asirse, la ola furiosa reclama la roca donde descargar su furia.
El torrente de agua fría lo arrastra, lo empuja entre las rocas negras, lúgubres, saladas, duras, el cuerpo las golpea una y otra vez. La caña desaparece entre la espuma. No la suelta. Los golpes son muchos y el cajón negro se hace muy oscuro. Ya no entra la luz. Ya solo se siente el frío, mucho frío. Que buen tirón tuve hoy. Que buena pesca. La corvina es grande, enorme. La mas grande que capturé, la que había soñado aquella noche de verano con luna llena.
El barco ya no estaba en el horizonte, se había perdido llevando los sueños hasta el infinito.
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El hombre sabio del pueblo
De César Guido Paz Peralta
Suárez el Viejo era el sabio del pueblo. Debería rondar ya los ochenta años pero, por su vitalidad y su físico –flaco, fibroso- aparentaba menos. Era un espíritu observador, analítico, pensativo, de hablar reservado, de apariencia tímida. Una enciclopedia existencial, vamos a decir las cosas como son.
Suárez, como todo sabio autodidacta, sólo intervenía en conversaciones cuando le hacían consultas que pudiera responder, gracias a los conocimientos acumulados a lo largo de la vida. A él recurrían los dudosos, los indefinidos, los ignorantes y los aspirantes a políticos. Estaba siempre a mano, para el desasne de gente poco cultivada, y era la palabra arbitral en los diferendos entre vecinos conflictivos. Su sentencia era el laudo definitivo de toda controversia.
Por aquellos años, la compañía estatal de teléfonos tendió hilos por el mundo, en una auténtica proeza de avance civilizatorio. De tal guisa, sin aviso, en un dia cálido de febrero, nuestro pueblo de Puntas de Corrales y alrededores amaneció erizado de postes para el cableado telefónico. En menos de lo que dura una siesta, una cuadrilla de hombres vestidos con uniforme de fajina, cejijuntos y expeditivos, descendieron de gigantescos camiones, bajaron los enormes palos y los clavaron a lo largo de la calle principal y en el camino de la línea divisoria del Brasil, con rumbo a la capital departamental. Las filas de postes se perdían allá, finitas, en el horizonte azul rojizo. Y aquellos hombres se marcharon de la misma manera que habían llegado: rápidos, ruidosos y parcos. Y aunque –por razones presupuestales- recién a los cinco años se tendería el cableado definitivo, los palos aquellos fueron la novedad del momento en el pueblo, el motivo principal de las conversaciones en los boliches y en reuniones de vecinos. En un futuro promisorio, los más adinerados del lugar y las oficinas públicas podrían comunicarse a través de ese formidable invento de los nuevos tiempos: un tubo por el que se puede hablar con alguien que está a varias leguas de alli. La población de Puntas de Corrales rebosaba de orgullo, aunque el disfrute de tal servicio sólo sería para algunos pocos, pues, por el costo y la colocación de los aparatos en la casa, el usuario debería disponer de una considerable fortuna personal.
-¡Dejá! Mujer bonita, auto y teléfono es pa rico, vamo a decir las cosas como son–imprecan los envidiosos del bienestar ajeno, que nunca faltan y están allí, prestos a desinflar entusiasmos de poco vuelo.
Atraídos por la novedad, se reúnen los vecinos curiosos a mirar los primeros postes del cableado. Algunos sorprendidos, otros menos impactados, todos opinan acerca de las consecuencias y los efectos del progreso y cómo se presentará el futuro, miriusted don Florindo, si las cosas siguen por este rumbo y aun no hemos visto nada don Ernesto, y tal y cosa y que patatín y que patatán.
Como es de esperar en gente discutidora, no demora en formalizarse una encendida polémica acerca de la naturaleza de la madera de aquellos enormes palos.
-Es madera importada de Paraguay; lapacho- opina don Florindo, provocando la duda y la consiguiente controversia.
-Pa’ mi es eucalito nomás, don. Es suficiente con sentir el olor y ver esas vetas por aquí, mire – dice Ernesto Leal, el dueño de la barraca del pueblo.
-No, amigo. ¡Déjese! –niega Florindo Nieves, almacenero minorista, vecino a dos casas del anterior.- Esto es lapacho sin vueltas. Me la juego.
-Usted está desconcertado con el color, don Florindo. Asigún mi entender, le han dado un tratamiento a la madera; esto le hace tomar ese color rojo pálido y usted la confunde con lapacho. ¡Pero es eucalito! ¡Y estoy apostando!
-¡Pues le aguanto la parada caramba, ché! – responde Florindo, sin aflojar.
-¿Apostamos un cordero pal domingo, con vino y todo?- consulta Leal, desafiante, seguro de triunfar con su opinión.
-¡Apostado, che! ¡Prepárense amigos: el domingo estaremos comiendo un corderito asado, con buen vino tinto a costillas de don Ernesto!
-Pues vamo arriba. Pondremos al viejo Suárez de árbitro. El es conocedor y su palabra será decisiva.
-Hecho.
-Que alguien vaya a buscarlo ya. Ahí está el nieto; Jacinto: vaya por el abuelo, lo necesitamos de inmediato en este lugar.
Sin esperar por un segundo llamado, un muchacho, con gestos decididos y postura de altanería adolescente, monta de un salto a su caballo y parte veloz por la calle de tierra del pueblo. En minutos dos jinetes desmontan frente al grupo que los espera. A grupa de Jacinto viene el viejo Suárez, siempre dispuesto a mediar en las controversias, pues así demuestra sus vastos conocimientos. Luego del apretón de manos a cada uno de los presentes, le informan el motivo por el que fue requerido.
-Suárez, en el camino ya te habrá contado tu nieto. Hay un asado de cordero en juego. ¿De qué madera es este poste?
-Confiamos en tu sentencia, Suárez.
Del bagaje de usos, el viejo extrae la cara apropiada a la circunstancia; observa al poste con los ojos entrecerrados, pensativo, todo dudas y reflexión de perito. El enorme madero, sin su cáscara protectora, cepillado y untado con un raro aceite, lo descoloca. Pero no está con ánimo de amilanarse por este inconveniente. Se rasca la barbilla cenicienta. Aun no puede dar una opinión definitiva. Reclama más tiempo, pues no es fácil el dilema. Pide auxilio a alguien para que le corte un pequeño trozo del palo. Un facón caronero centellea en el aire y una astilla cae en la mano temblorosa del árbitro, quien la observa con el celo de un especialista. La olfatea, la pone a favor del viento y contra el sol; sigue el curso de las vetas y los nudos. Estudia con minuciosidad la distancia entre ellos. Titubea. Los asistentes comienzan a impacientarse por la demora en el laudo y presionan, cada uno a favor de su tesis.
-Diga la verdad, Suárez, es eucalito.
-¡Eucalito, las larailas! ¡Es lapacho, derecho viejo! ¿No, Suárez?
Suárez, acostumbrado a las presiones, administra sus nervios y prepara su veredicto. Llena los pulmones de aire, mira a lo lejos, como para inspirarse en las verdes lejanías, dispone de un semblante de analista y hombre conocedor y dice:
-Lamento, che: Ninguno de los dos; ni eucalito, ni lapacho.
Un coro perplejo le acordona de dudas.
-Es palo de teléfono nomás.
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