Cuentos para el fin de semana

Cuentos para el fin de semana

30.01.2015

Todos los lectores podrán hacer llegar sus cuentos hasta los días jueves a: cuentos.uypress@gmail.com

Los cuentos de este viernes son:

"Solito"…, de Félix Duarte

Güisky!!!, de Alberto "Pollo" Abend

El bote, de Miguel Ábalos

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"Solito"…

De Félix Duarte

 

El ya pasaba los ochenta y su salud no estaba mal, "aura que dice paisano"… como tal vez diría Don Verídico en "El Resorte"… con el visto bueno del "Barcino"… aunque "la memoria cercana", según el médico, es normal que funcione así. La cosa es que recordaba, tal cual, lo que ocurria en las soledades del Uruguay profundo cuando tenía seis años, pero no el lugar en donde guardó algo hacía media hora, o un nombre en la página anterior del libro que leía. En esos recuerdos se entretenía, con sus vivencias de muy lejanas épocas.

Era bien negro como la noche negra, con un par de manchas blancas en cabeza y cuello. Pelo largo. Raza policía, así como el "Rex" de la serial. bueno y noble como ese sabueso. Una mañana, su padre lo había dejado en su almohada. Al despertar él, brillaban dos ojitos desde un montoncito de vida palpitante. En la vieja estancia, anclada en la inmensidad profunda del campo, había unos treinta perros, pero aquel "Rex" no se separaba de él. Algunos de los treinta venían a "saludarlo" antes de salir todos, campo afuera y al trabajo.

"Rex", él, su madre…un petizo, muy viejo, siempre bajo el ombú ya en sus finales… y "Don Braulio" al que le decían "el peón casero" para todo tipo de tareas, éramos los únicos habitantes de aquella soledad, después que el grupo salía al campo y a sus tareas. Como quedaba solo un perro hasta el regreso entrando la noche, su madre lo bautizó "Solito". Los días y los meses, el invierno y el verano, hicieron de perro y él una cosa sola. Una sola respiración, una sola intención. Se entendían con las miradas y los gestos. Así nomas era la cosa.

"Solito" y él despuntando soledades se la pasaban en sus juegos con la flota de camiones: latas de dulce de membrillo, con alambres por ejes y ruedas con cuatro carretes de hilo, de las costuras de la madre, en una máquina tan antigua como la estancia. Las corridas con el triciclo, donde él a propósito caía en el lugar de la curva, justo donde "Solito" lo esperaba, entre los pastos, para recibirlo con su blando cuerpo negro. Infaltables eran largas recorridas por la enorme huerta, por los árboles frutales y sobre todo por el monte del arroyito del bajo.

El dúo era amigo de todos los habitantes de aquellos lugares. Grandes zapos en el remanso entre los algarrobos. Enormes arañas negras que se erizaban para saludar a "Solito" que se les acercaba moviendo la cola. Culebras inofensivas. Aves y animalitos menores de todo tipo, serían una larga lista. Amigos de los dos visitantes de cada día. Una mañana el petizo amaneció muy quieto… ojos cerrados y cabeza sobre la gruesa raíz del ombú. Años después le tocó el turno al "Solito". Después, él se fue rumbo a la casa de un tío en Artigas. para empezar con la Escuela. Pero su perro negro siguió vivo, en los recuerdos… tiempo adentro… juntos en la felicidad que va con la vida.

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Güisky!!!

De Alberto "Pollo" Abend

Martes 13 de Junio de 1987

-¡Todos al piso o los quemo! ¡Si levantás la cabeza sos boleta! -amenazó el rapiñero al encargado que se había zambullido al suelo apenas recibida la orden-.

Eran las seis y algo de un martes gris y en el Buceo llovía, cuando irrumpió esa voz nerviosa en el mini de Rivera y Llambí. Dos chicas detrás del mostrador de fiambres y quesos atendían a dos clientes que tuvieron la mala suerte de estar ahí, de mandados. Germán, el encargado y Mariela la cajera, completaban el grupo que se adherían inmóviles, como vinílico recién encolado, a las baldosas pegajosas y frías del piso.

El chorro saltó para el interior de la caja y sin darse cuenta pisó la espalda de Mariela, que ni chistó. Apretó una tecla, sonó un "klin" y la caja se vació en segundos. Sólo se oía el sonido de sus movimientos bruscos y nerviosos mientras cargaba con torpeza todo lo valioso que había a su paso. Nadie se movía, se oía un sollozo a boca cerrada de una mujer atragantada por el pánico. Julio, el fotógrafo yacía boca abajo, pegado, en la posición que quedó al tirarse, a la góndola de los enlatados. Su vocación inconciente, lo llevó a gatillar tres veces su cámara al bulto, sin mirar, escudado por el ruido de latas y botellas que se estrellaban contra el piso y salpicaban por doquier.

Cuando dio por terminado su cometido, cerró la puerta de un fuerte golpe y gritó algo que nadie entendió. Recién después de unos cuantos segundos uno de los clientes se levantó y dio la voz de alta. El peligro había pasado.

Al rato, lo de siempre. Tres patrulleros llegando con las sirenas a todo volumen, las preguntas a los que habían estado en ese infierno y el llanto desconsolado de Mariela y las chicas que se abrazaban temblando. Hasta Nano Folle llegó para completar la ya rutinaria escena del crimen, que "por suerte, esta vez no cobró víctimas" según reportó con cara seria a la cámara.

Lunes 19 de Junio de 1987.-

Nadie contesta al timbre ni a los golpes a la puerta en la vivienda de Julio Torres, oriental, sexagenario, fotógrafo de profesión, al que nadie volvió a ver después del martes. El olor amargo y nauseabundo que fugaba de la banderola que comunica con el patio del conventillo, auguraba un mal desenlace. Chelo, su único hijo, presenciaba nervioso cómo el policía de la técnica manipulaba un manojo de ganzúas para abrir la puerta. Por su mente pasaba la imagen de su madre fallecida en un accidente de tránsito un año atrás. La puerta se abrió y el oficial a cargo ordenó a Chelo y a los vecinos que se amontonaban, esperar afuera.

 

Junto a dos policías de particular con maletines de cuero negros y guantes de latex blancos, entraron a paso seguro y decidido a la pieza, cerrando la puerta por detrás.

El veredicto no se hizo esperar. Julio Torres yacía azul, sin vida, en su cama. Los frascos desparramados por el piso, insinuaban una intoxicación por cóctel de medicamentos.

El Oficial salió a comunicar la situación a su hijo, que sin decir palabra dio media vuelta, ajustó el casco de la moto y se mandó a mudar.

En la pieza, un olor amargo insoportable en todo ese gran desorden. Tres cordeles atraviesan la pieza de pared a pared, de los que cuelgan, sujetados por palillos de ropa, numerosas tiras de negativos de fotos reveladas en forma artesanal.

Los dos policías que entraron con el oficial, revisan cada rincón de la diminuta pieza de Julio, rato después que el forense y los camilleros retiraron el cuerpo cubierto con una bolsa de nailon negra.

De súbito, el Oficial, pistola en alto, irrumpe gritando en el patio, rompe el cerco de curiosos y corre desesperado hacia la vereda, con una tira de negativos revelados en su otra mano izquierda.

Demasiado tarde.

Chelo aparecía nítido, revólver en mano, en una de las fotos.

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El bote

De Miguel Ábalos

Tenía veintidós años y no conocía el campo cuando llegué a ese hermoso lugar de los tantos que tiene nuestro país. La casa estaba en el límite entre Florida y Canelones, frente al paso del río Santa Lucía, que nace en Lavalleja y en su pintoresco recorrido se interna en Florida, bordea Canelones, entra en San José y vierte su cauce en el Río de la Plata, muy cerca de Santiago Vázquez. Podría asegurar que ahí –en Paso de Pache– casi nadie conocía el entorno de su serpenteo, los montes agrestes, casi salvajes que lo rodeaban.

Muy cerca de la casa había un bote amarrado a uno de los enormes sauces de la orilla. Lo saqué del agua deslizándolo sobre unos troncos finos que había cortado y lo puse boca abajo al final de la playa, donde el río hacía una entrada y los añejos árboles cubrían el cielo formando un pasillo de luz desde la orilla.

Durante varios días me ocupé de calafatearlo cubriendo las pequeñas grietas de la madera con estopa y brea. En ese lugar, el sol caliente de verano, atenuado por las copas frondosas, no me impedía continuar mi tarea. La paz era total. Únicamente se sentía el canto de los pájaros y las chicharras o el zumbido de algún tábano, quienes me estaban aceptando como parte del paisaje en la misma medida en que yo me integraba al lugar.

En aquellos años no entendía totalmente lo que estaba viviendo, simplemente me sentía muy bien allí, me parecía un lugar maravilloso y lo disfrutaba. Hoy, tantos años después de aquella aventura, sé que jamás en otro sitio me interné tanto en las entrañas de la naturaleza.

Un día, di por finalizada la restauración del bote y después de una buena mano de pintura, quedó pronto para hacernos al agua sin peligro. Sentí el placer de ver mi obra concluida y percibí la alegría del bote al sentirse útil. Ya podía salir a probarlo. Lo eché al agua apartando las ramas lacias del enorme sauce llorón que tocaban la superficie. Subí, y apoyando uno de los remos en la arena lo empujé lo suficiente para alejarlo y poder remar. Lo llevé hasta el centro del río, la parte más ancha.

Caía la tarde, los últimos rayos del sol centelleaban sobre el agua. Concluida la corta etapa de prueba volví a la orilla. Ya había oscurecido cuando lo amarré al viejo sauce. Esa noche me acosté más temprano que de costumbre, era mi intención levantarme al alba para navegar río arriba y explorar las curvas que no divisaba, las que desaparecían entre los montes.

Fue una mañana de marzo del 53. El sol iniciaba sus bostezos y ya asomaban los primeros resplandores. Desprendí el bote, que ansioso de navegar se prestó contento a la aventura. Ya a esa altura éramos amigos, yo le había curado sus heridas y él me recompensaba surcando el río para mí.

Avancé en línea recta poco más de una cuadra y giré a la izquierda, encontrando un canal de unos seis metros de ancho. Cuanto más angosto era el río, más fuerte se sentía la corriente y me exigía más esfuerzo. El estrecho cauce besaba la orilla desigual y sus declives de arena, barro y raíces de árboles corpulentos. Más adelante, la calle de agua superaba apenas el ancho de los remos. Las ramas espesas se tendían sobre el agua rozando a las de la otra orilla y formaban un túnel casi en penumbra.

Mientras intento describir aquel entorno del agua y el follaje, se me ocurre que esa imagen no fue más que un bello sueño.

Seguía exigiendo a mis brazos y sentía el esfuerzo, envuelto en la vegetación salvaje que me rodeaba. Frente a una curva muy pronunciada, tuve que usar un solo remo para hacer el giro hacia mi costado derecho, y vi una pequeña ensenada donde podía escapar un poco de la corriente y aliviar mis ya cansados brazos. Estaba cubierta de piedras desde el borde del agua hacia arriba, formando un barranco inclinado. Había árboles de todas las especies y de todas las edades.

Amarré el bote a una de esas piedras, y apoyándome sobre ellas me bajé. Me senté en la parte alta donde el terreno era plano y apoyé la espalda en el tronco de un árbol cuyas raíces sobresalían de la tierra. Ya era mediodía. No veía el sol por lo espeso del follaje pero sabía que estaba ahí, verticalmente sobre mi cabeza. Estaba atrapado por la naturaleza del lugar. Había perdido la dimensión entre lo verdadero y lo ilusorio, fascinado y preso de aquella maravilla... ¿Era real...? Si era un sueño, no quería despertarme.

De pronto oí una voz suave que me dijo "hola", me di vuelta y mi sorpresa no tuvo límite: a mis espaldas había una hermosa mujer que vestía un largo traje verde de tela muy fina movido suavemente por la brisa. Tenía ojos grandes y claros, su largo pelo negro caía sobre su espalda sujeto con una cinta verde y brillante y sus pequeños pies descalzos casi no pisaban la tierra.

–Hola –le contesté– ¿quién eres?

–Me llamo Esperanza, aunque algunos me dicen Ilusión.

–¿Y qué haces? –pregunté–.

–Trato que los habitantes de la Tierra no pierdan la fe en mí e intento hacer realidad muchos de sus deseos.

–Ardua debe ser tu tarea –le dije– es muy difícil conformar a todos.

–Es cierto –contestó– a veces resulta casi imposible porque muchos pretenden conseguir lo que desean sin poner nada de sí, esperan que yo lo haga todo... pero aquellos pocos que no sólo tienen fe, sino que luchan poniendo su máximo empeño para obtener el triunfo, son los que casi siempre llegan a la meta.

–Debe ser agotador –dije viendo cómo su rostro se iba cubriendo de arrugas al caer la tarde–.

–Sí, pero mucho me gusta, nazco con el día y muero con la noche, con la alegría de haber contribuido a la felicidad de muchos.

–¿Y vuelves cada día?

–Mientras esté el hombre en la Tierra estaré a su lado... no sabría vivir sin mí.

Me dio un beso en la frente. Una sonrisa triste se desprendía de su semblante ya viejo y cansado. Se volvió lentamente y se fue despacio, perdiéndose en la espesura del monte. Anochecía, desaté el bote y me alejé aguas abajo.

Muchas veces regresé a ese lugar para encontrarla... pero nunca más la volví a ver. Sin embargo, en el correr de mi vida comprendí que aún sin verla, siempre está muy cerca de mí.

Cuentos para el fin de semana
2015-01-30T10:57:00

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