Acerca de la marihuana y otras yerbas (IX). La peripecia cultural del haxix

Daniel Vidart

04.10.2012

Hoy voy a contar historias ciertas y a evocar mitologías fantásticas, Comienzo con las mitologías, cuyo personaje central es el cáñamo. A todos los seres humanos y a todos los pueblos de todos los tiempos mucho les importó el tema de la inmortalidad.

Convertida la carne en polvo, como dispuso el castigo divino, los fugaces huéspedes del hogar mundano querían perdurar, siquiera como almas ingrávidas, en paraísos celestiales o espacios privilegiados. De ahí nacieron los dioses, los espíritus del mana y el orenda, las hierofanías del manitú, la invención del mito y las ceremonias del rito: oración, sacrificio, duelo por la muerte de los seres numinosos, alegría por su resurrección. Ese toma y daca entre lo sagrado y lo profano se tradujo en altares y angelologías, en penitencias y recompensas, en castigos y salvaciones.

Magia y religión, distintas en sus objetivos, pero hermanas siamesas al fin, crecieron junto con las esperanzas de los hombres y sus ideas de seguir viviendo, sintiendo, amando, es decir, Siendo, ante la inmensidad de la Nada. Y aquí aparece el cáñamo, que estaba esperando un llamamiento a la sacralidad servicial de sus poderes. Vayamos a los dominios de los mitos de origen, pues, que tienen mucho que contarnos al respecto.

Los indostánicos de la antigüedad procuraban obtener el Amrita, la bebida que concedería inmortalidad a las perecederas criaturas humanas. Vishnu, para lograrla, llamó entonces a los dioses (Devas) y a los demonios (Asuras) para que sacudieran fuertemente el Monte Mandara que se elevaba, como una isla cónica, sobre el Mar de Leche. Vishnu, el que estaba en todas partes, el que todo lo sabía y lo veía (esto y mucho mas significa su polisémico nombre) formaba parte de la Trimurti, muy diferente de la Trinidad Cristiana pero igualmente vinculada con el mágico numero tres.

Pero antes de seguir permítanme los lectores escanciarles unas gotitas de hinduismo – que no es lo mismo que el budismo- para que las cosas tengan un claro entendimiento. Brahma, Lo Absoluto, era el Creador, el Prajapati, el Señor de Todas las Criaturas, quien, luego del Lila, el juego con el que se creó el Universo todo – al cabo, somos los hijos lúdicos de una payana cósmica- se convirtió en un dios ocioso que, para que funcionara el Universo pulsátil, contó con dos changadores de primera. Ellos fueron Vishnú y Siva. Vishnú, el Preservador, representaba el Bien, y Shiva, el Destructor, y, a la vez, el Eterno Reproductor, encarnaba, en su compleja dialéctica, el Eterno Retorno, y sus símbolos eran el falo (lingam) y la vulva (yoni), el macho y la hembra. Vieja sabiduría enmascarada por la rutina de cotidianas realidades, la vida no cae como un regalo de lo alto sino que se origina en esa fábrica de óvulos y espermatozoides que es el bajo vientre de los humanos.

Pero retornemos a la bebida de la inmortalidad y al Monte Mandara que Vishnú, convirtiéndose en una gigantesca tortuga, cargó sobre su carapacho. Según este mito la tortuga no tenía el caparazón liso y desnudo sino cubierto por una densa pelambre. A raiz de los sacudones de los dioses y los demonios al zarandeado quelonio se le cayeron los pelos. Estos, llevados por las olas y los vientos a las orillas del Mar de Leche, al tocar tierra se convirtieron en plantas. Entre ellas se destacaba el cáñamo, la que, una vez probadas sus propiedades psicotónicas por los hombres, fue denominada “provocadora de la risa” y “fuente de felicidad”.

Los mitos y leyendas no son ingenuas paparruchas. Tratan de descifrar los fenómenos incomprensibles para la razón común, de intuir verdades ocultas, de explicar el origen de las cosas. Y el cáñamo, sus cogollos, su resina y sus hojas se incorporaron muy tempranamente al ritual indostánico. Fueron los providenciales ayudantes que los dioses regalaban a los hombres para enjugar sus penas y abrigar las intemperies de los cuerpos y las almas.

Los lectores habrán sentido mas de una vez mencionar el soma, un licor indostánico que, gracias a sus virtudes alucinógenas, elevaba el espiritu a las mas altas regiones de la Realidad Otra, al tiempo que permitía hablar con los dioses, provocando éxtasis y posesiones. Algunos investigadores, como Gordon Wasson, atribuyen esas virtudes al uso de la amanita muscaria, el hongo matamoscas, pero yo prefiero a esa hipótesis sin pruebas lo que se puede leer en el Ayur Veda, libro sagrado de los hindúes que atribuye los poderes del soma, la bebida proverbial del dios Indra, a la presencia de los productos psicoactivantes del cáñamo.

Otra información no despreciable: se le otorgaba a los productos recreativos del cáñamo propiedades afrodisíacas. Retengamos este dato, porque opiniones posteriores van a contradecirlo y, cosas del tornadizo talante humano, volverlo a afirmar en posteriores siglos. Esta vuelta de tuerca confirma una vez más que muchos de los pretendidos efectos de la drogadicción blanda están en la psiquis del drogadicto y no en la droga.

No es este un caprichoso aserto. Lo comprobó mi llorado hermano Renzo Pi en el mingitorio de un aeropuerto brasileño. Armaba con parsimonia y destreza un cigarrillo – recuerdo que me contó que era de tabaco Cerrito- y un muchachón que allí estaba cambiando de agua al pajarito, abriendo mucho los ojos, le preguntó en voz muy baja - ¿ Ë maconha? Renzo, pícaro de alma, jodón como él solo sabia serlo, le contestó muy seriamente: Eu hayo que sim, que é maconha mesmo, rapaz. Le armó entonces un cigarro y a las pocas pitadas el muchacho mostró el blanco del ojo, perdidas sus pupilas en un ensueño, y contestó, Boa maconha senhor, muito obrigado. Y ahí quedó, recostado en la pared, sumido en un éxtasis profundo. Siempre nos reíamos con Renzo de este episodio. La cabeza tiene mucho que ver con la drogadicción, señores.

Hay datos históricos que conviene saber, no muy conocidos. Cuando se divulga el uso del haxix (hierba seca en árabe, como ya expresara anteriormente) se le denomina “haxix -al- foqqara”, o sea, hierba de los faquires. Aclaro que fakir es una voz árabe (foq, mendigo) con la que se designaba a los practicantes del yoga, cuyas formas de ser y actuar conocieron los musulmanes durante su larga ocupación de las tierras indostánicas.

Hay otro dato histórico no desdeñable, que es preciso citar. En el Avesta, libro sagrado de los persas publicado en el siglo VI antes de nuestra era, se puede leer una descripción muy instructiva acerca de los efectos de las flores y resina del cáñamo en la mente humana, cuya prodigiosa transformación se celebra como un don de la divinidad.

Pero si rumbeamos a narraciones mucho mas conocidas, a partir de las lecturas de nuestra infancia, en Las Mil y una Noches se habla del “bendsch”, otro de los nombres aplicados al cáñamo y sus duendes milagrosos. Esta colección de cuentos, - a veces muy crudos desde el punto de vista sexual y, para evitar las descripciones escabrosas, sosegados por los traductores occidentales- no es originaria de Persia, desde donde, comúnmente, se cree que provienen.

La conocida leyenda narra que fueron enhebrados, noche tras noche, como las cuentas de un collar, por la hermosa Scherazad, cuando resplandecía la gloria de Bagdad. Pero la fuente histórica de esta literatura recreativa es otra. En efecto, desde los inicios de nuestra era se coleccionaron, a partir de Indochina y la India, los cuentos que, transportados, perfeccionados y enriquecidos por los árabes, llegaron a manos de traductores europeos en el siglo XVIII. La colección, por ese entonces, ya estaba completa. Los literatos árabes le habían dado fin en el siglo XVI.

Pero no se trataba de mil y un cuentos sino solamente de doscientos. Un dato curioso, si bien fuera del tema, pero que igualmente interesa: en las versiones “fieles” de los manuscritos árabes auténticos no figuran Aladino y la lampara maravillosa ni Alí Babá y los cuarenta ladrones. Ambos relatos fueron extrapolados por los traductores europeos de algunas versiones no oficiales -de las tantas que circulaban de estas narraciones subyugantes y a veces espeluznantes- atemperando los fragmentos excesivamente realistas con la pudibunda e hipócrita moralina de Occidente. En las fieles (y pocas) traducciones de la actualidad pueden leerse, tal cual fueron escritas, las escenas de bestialismo, violaciones y homosexualidad sin tapujos, que florecieron sin escándalo en las mentes de los desconocidos cuentistas.

Al margen de su génesis histórica, podemos imaginar, con toda propiedad, que cada una de las atentas ruedas de escuchas de esas aventuras fantásticas estaba impregnada por el capitoso aroma del haxix.

Retornemos al campo de lo sagrado. La poderosa resina del cáñamo (o cannabis, para recordar su filiación científica) se entendía bien con los dioses. En el culto a Mitra un dios que desde la India emigró a Persia, donde se le llamó Mithra, y luego a Roma, donde Mithras inauguró un culto multitudinario en el que el significado original del nombre del dios – “pacto” o “contrato” - se convierte en “mediador”, el cáñamo se cuela por todas las sagradas hendiduras.
En el libro que escribimos conjuntamente con la antropóloga Anabella Loy se investiga su origen solar y la sorprendente similitud de la vida y pasión de este hijo de carpintero con la de Jesús (Tiempo de Navidad. Una antropología de la fiesta, 2009) Uno de los ritos ligados con la figura de Mithras - nacido de madre virgen, maestro de doce discípulos, caminante sobre las aguas, hacedor de milagros, resucitado tres días después de una muerte cruel, y anunciada tal resurrección por mujeres- era la aspiración de un humo producido por una planta que provocaba una dulce calma y “la sensación de flotar en el aire y ascender hacia lo alto”, como cuenta Pomponio Mela (siglo I de nuestra era), un geógrafo nacido en España, y español en consecuencia, pese al etnocentrismo cultural que lo reclama como romano a causa del idioma empleado. Este escritor corrobora sucintamente lo explicado por Herodoto: los escitas quemaban las semillas del cáñamo, aspiraban el humo y ello los sumía “en una feliz embriaguez”, es decir, los transformaba en unos alegres borrachitos. Como se ve, la cosa viene desde muy lejos.

A partir de los griegos

Cuando en uno de su famosos Nueve libros de la Historia Herodoto (siglo V antes de nuestra era) al referirse a las técnicas de los escitas para el tratamiento del cannabis habla de un “baño de vapor”, dicho “baño” no era tal. En efecto, el historiador griego aclara que “los escitas solamente utilizan los granos del cáñamo. Se encierran en sus tiendas de fieltro y arrojan dichos granos sobre una piedra calentada al fuego. Al caer sobre las piedras ardientes echan humo, revientan y dejan salir un vapor que no tiene comparación con el que brota del agua hirviendo. Envueltos en ese caliente y aromado vapor los escitas rien y lloran a la vez de alegría al sentirse acariciados por un benéfico aroma, el único que conocen sus cuerpos desnudos, que nunca se bañan con agua”.

Varios especialistas se enzarzan poco tiempo después en una discusión acerca de las virtudes antiafrodisiacas o afrodisíacas de los cogollos de cáñamo. Discórides (siglo i de nuestra era) y Hesychius Illustrius (siglo VI ) afirman que el tan mentado humito baja la guardia de la libido, aplaca el ardor sexual y es un sepulturero del placer de la carne, mientras que Galeno afirma todo lo contrario: que pide para las batallas de amor campos de plumas. Y aquí vienen las recetas de estos curanderos experimentados o doctores –brujos, si así les podemos llamar, pues de tanto en tanto aparece una panacea que todo lo cura y un médico que a todos se lo recomienda.

Pues bien, para los oídos obstruidos por depósitos de cerumen no había mejor remedio que el jugo – resina- de cáñamo. No tenían esa suerte los que comían los granos inmediatamente luego del almuerzo o la cena pues provocaban cefaleas, gastritis y lo peor de todo, impotencia en la hora del amor armado a guerra.
Y termino este prólogo a atractivas noticias e historias, las que se conocerán en un próximo artículo que vengo documentando con paciencia de hormiga. Y para ponernos a tono y en guardia, demos juntos un salto hacia el Oriente donde tanto he caminado y tanto me enseñó.
En el si siglo III de nuestra era el medico chino Hoa-To, un renombrado cirujano, anestesiaba a sus pacientes antes de meterles sierra y cuchillo con una tintura extraída de la resina del cáñamo, denominada Ma-yo. Esto no debe sorprender. Cuento una hazaña semejante, contemplada por mis propios ojos en Mongolia interior. Cuando visité una yurta, - vivienda de fieltro fabricada con pelo de camello prensado y humedecido con leche - en un rincón de la espaciosa tienda, acostado sobre pieles, se quejaba y revolvía un hombre, ya viejo, tomándose el vientre con ambas manos. Pregunté que mal padecía y el intérprete me dijo que “dolor de barriga”. Horas más tarde, mientras me hallaba en la lamasería de Tui- lama, en el poblado de Pailingmiao, vi llegar un automóvil ruso todo camino, del que bajaron en una parihuela, y esta vez quejándose a grito pelado, al mongol que había visto horas antes. Lo vamos a operar de apuro, me dijo uno de los médicos que habían convertido a la mitad del templo en sala de primeros auxilios, hospital y farmacia, con cuyos medicamentos me ahuyentaron una alergia que venía padeciendo a raíz de dos langostas que glotonamente había engullido junto al Mar Amarillo días atrás.

Pero también había una sala de operaciones. -Si tiene buen estómago, me dijo el médico que me acompañaba, en perfecto inglés, venga conmigo para presenciar una operación sin anestesia. Entré entonces al templo del budismo lamaista, A pocos metros del pórtico me encontré con un pequeño anfiteatro que se abría en derredor de la mesa de operaciones. Guardo la fotografía que le tomé a la cialítica compuesta por l8 linternas que formaban una especie de corona luminosa dirigida al paciente, que temblaba y gritaba, ya en las puertas de una peritonitis. No había luz eléctrica en los bordes del desierto del Gobi, el corazón árido del Asia Central.
Dos de los médicos aseguraron los brazos y las piernas del mongol, que no cesaba de retorcerse, y desde un rincón surgió de pronto un sigiloso personaje con unos aguzados palillos. Un montón de ellos traía en sus manos. Largos y cortos, todos con las puntas muy aguzadas. Pero solamente utilizó tres. Se los hincó delicada y velozmente en determinadas zonas del cuerpo y casi enseguida el doliente se calmó. Luego le clavó otras dos agujas en una rodilla y comenzó el milagro de la acupuntura.

El doliente fue operado. Ni un grito, ni un chistido, ni un ay. En un santiamén le quitaron el apéndice y la zona inflamada fue sometida a un extraño riego.
- Algo de la tradición, un líquido milenario, me dijo al oído el médico sentado a mi lado. Poco después lo cosieron como a una bolsa de papas, pero con finas y elegantes puntadas, y, gozando de todas sus facultades, sin aspavientos, el mongol dijo algo que sonó como perza, (gracias), y fue llevado en camilla edificio adentro, al hospital que ocupaba la mitad del templo de Tui-lama. La otra mitad estaba dedicada al culto. Y en un cuartito trasero, el mas interesante de todos, un anciano de larga y aguzada barba tenía a su cargo el pintoresco repertorio de la medicina arcaizante: dientes de dragón (es decir, de dinosaurio) pulverizados y otros extraños elixires, polvos, hierbas, bichos embalsamados y emplastos.
-Una concesión al folklore, me sopló al oído un médico que había estudiado en Europa y encontré luego en una cena con Chu- En- Lai, quien hablaba en un elegante francés sin acento, en el Palacio del Pueblo del entonces llamado Pekín.

La historia no termina aquí: el misterioso líquido con que untaron las zonas vecinas al ciego del mongol operado, ya sin su apéndice vermicular, era un producto fabricado con la resina del bendito cáñamo.
La seguimos en la próxima con la interesante historia del haxix, sin salirnos del tema de nuestra tan llevada y traída marihuana, incluidos sus cielos y sus infiernos. Se trata del anverso y el reverso de una misma moneda psicoactivante, que Linneo denominó Cannabis.

 

Daniel Vidart
2012-10-04T14:46:00

Daniel Vidart. Antropólogo, docente, investigador, ensayista y poeta.

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