De la revolución a la tutela militar: Cuba y la contrarrevolución burocrática. José W. Legaspi

12.12.2025

A semanas de cumplirse un nuevo aniversario de aquella revolución auténtica y transformadora, la que estremeció a América Latina y devolvió dignidad a un pueblo sometido por décadas, se impone una verdad incómoda: el proceso cubano ya no encarna el impulso emancipador que lo hizo ejemplo.

 

Lo que nació como una gesta de liberación nacional y justicia social terminó convertido en una maquinaria estatal rígida, tutelada por una cúpula militar-partidaria que administra la escasez, controla el disenso y clausura cualquier horizonte socialista vivo.

La Revolución Cubana simbolizó durante años el sueño posible de un socialismo con raíces populares, capaz de enfrentar al imperialismo y construir soberanía. Pero hoy, la isla es testimonio del desgaste histórico de un modelo que confundió continuidad con petrificación, crítica con traición, y poder popular con verticalismo burocrático. Las estructuras que alguna vez se presentaron como salvaguarda del proyecto revolucionario derivaron en su contrario: guardianes de privilegios, administradores de un orden político que ya no responde al pueblo sino a sí mismo.

Me propongo volver a mirar Cuba desde la crudeza del presente: sin nostalgia paralizante, sin romanticismos vacíos, pero también sin renunciar al legado histórico de quienes arriesgaron la vida por un porvenir más justo. Tenemos que comprender cómo la revolución se convirtió en tutela militar, cómo el Partido Comunista y las Fuerzas Armadas asumieron un rol de guardianes de un sistema que se autodefine socialista pero funciona como una burocracia defensiva, cerrada, temerosa de su propio pueblo.

Es necesario decirlo con claridad: la contrarrevolución burocrática no es un golpe externo, sino un proceso interno que fue consolidándose a medida que la dirección política se desligó de la participación real de las masas, sustituyendo la construcción colectiva por el mando centralizado. Señalar la decadencia de la revolución no es rendirse al discurso reaccionario, sino reivindicar la posibilidad de un socialismo democrático, crítico, popular y emancipador -algo que hoy Cuba, bajo su actual estructura de poder, ha dejado atrás.

Esta primera columna abre el camino para examinar, con rigor y sin concesiones, las transformaciones que condujeron del ímpetu revolucionario al presente autoritario, y para preguntarnos qué significa hoy defender un proyecto verdaderamente socialista.

La historia de la Revolución Cubana es una de las más luminosas y más trágicas del siglo XX latinoamericano. Luminosidad porque quebró la soberanía mafiosa y oligárquica que gobernaba la isla, expulsó al imperialismo norteamericano de su patio más cercano y logró conquistas sociales impensables para un país dependiente. Trágica porque ese impulso emancipador fue absorbido, vaciado y finalmente administrado por una casta burocrático-militar que convirtió la revolución en rutina, el socialismo en forma vacía y la política en obediencia.

En Cuba, lo que se derrumbó no fue el socialismo: fue el poder popular. El Partido-Estado ocupó su lugar, y luego, cuando ese Partido se vació de contenido, las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) ocuparon el suyo. El resultado es el que vemos hoy: una dictadura de clase burocrática, sostenida por la disciplina militar, el control sobre la economía y un discurso revolucionario que se volvió plastificado, intocable, casi religioso.

No pretendo ni busco lograr una cómoda "equidistancia": la izquierda latinoamericana ya perdió demasiado tiempo justificando lo injustificable. La tarea es otra: recuperar la tradición revolucionaria de Cuba contra aquellos que la administran en su nombre.

Es imprescindible recordar que el derrumbe no comenzó con la crisis del "Período Especial", ni con la caída del Muro de Berlín, ni con el endurecimiento del bloqueo. El verdadero punto de inflexión -el momento en que la dirección cubana ejecutó una contrarrevolución burocrática en nombre de la pureza revolucionaria- fue 1989. Las Causas 1 y 2, que terminaron en la ejecución del general Arnaldo Ochoa y la muerte (oficialmente "suicidio") del ministro del Interior José Abrantes, no fueron un acto de justicia revolucionaria sino un movimiento defensivo del aparato militar-partidario para eliminar cualquier disidencia interna. Ahí se quebró, por dentro, el proyecto emancipador: el poder dejó de responder a la soberanía popular y pasó a custodiarse a sí mismo. Desde ese momento, la revolución dejó de existir como proceso histórico y empezó a sobrevivir como mito administrado por una elite armada.

1959: la irrupción popular y la invención de un camino

Para entender la magnitud del proceso cubano hay que volver a su origen. La Revolución de 1959 fue un movimiento esencialmente nacional-popular, no un proyecto soviético importado. Su columna vertebral fue: el ejército rebelde surgido de la Sierra Maestra, el movimiento 26 de Julio, los estudiantes radicalizados, sindicatos fracturados pero aún combativos y un pueblo urbano agotado por la corrupción de Batista.

Ese conjunto heterogéneo fue capaz de derrotar militarmente y políticamente a un régimen sostenido por Estados Unidos. En ese triunfo, la revolución cubana se ganó el derecho histórico a pensar su propio camino.

Pero la revolución no fue homogénea: en su seno convivían nacionalismos democráticos, radicalismos antiimperialistas, socialistas humanistas y, por supuesto, el Partido Socialista Popular (PSP), estalinista, disciplinado y con fuerte influencia sindical.

Entre 1959 y 1961 se disputó el corazón del proceso: ¿sería una revolución democrática ampliada, un camino socialista autónomo o un modelo calcado del bloque soviético?

La crisis de Bahía de Cochinos, la radicalización social y la alianza estratégica con la URSS sellaron esa disputa. A partir de ahí, el Partido Comunista de Cuba -producto de la fusión forzada entre el PSP y el 26 de Julio- se volvió el núcleo organizador del poder.

1960-1976: La revolución se institucionaliza... y se congela

Durante la década de los 60, Cuba logró conquistas sociales extraordinarias: alfabetización masiva, universalización de la salud, reforma urbana. Pero también se consolidó otro proceso, menos celebrado: la institucionalización vertical del poder.

En 1976, la nueva Constitución definió dos pilares que marcarían el destino posterior: El PCC como "la fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado" y las Fuerzas Armadas Revolucionarias cómo columna vertebral del orden interno.

Ese binomio -Partido + Ejército- creó un Estado que no podía ser controlado desde abajo. La democracia socialista fue reemplazada por una democracia de cuadros, con líneas de mando militares y lógicas de obediencia.

Las Asambleas del Poder Popular nacieron sin poder real; la prensa revolucionaria sin autonomía; los sindicatos como apéndices del Estado.

Fue en esos años donde empezó el problema: la revolución dejó de ser proceso y se convirtió en aparato.

1989: el año que fractura la legitimidad revolucionaria

La detención de Ochoa (junio de 1989), héroe internacionalista en Angola y Etiopía, respetado dentro y fuera de Cuba, marcó el comienzo de una purga destinada a disciplinar al Ejército y cerrar filas en torno al poder absoluto del aparato dirigido por Raúl Castro.

La Causa No. 1 instrumentada contra él y los mellizos De La Guardia, entre otros,  por corrupción, narcotráfico y traición fue un proceso sumarísimo sin garantías, transmitido por televisión para enviar un mensaje político: nadie, por más méritos revolucionarios que posea, podía colocarse por encima del Partido y las Fuerzas Armadas.

Días después, se abrió la Causa No. 2, dirigida contra José Abrantes, histórico ministro del Interior, hombre de confianza del propio régimen. Aunque no se lo responsabilizó de acciones directas, fue acusado de "falta de vigilancia política", fórmula lo suficientemente ambigua como para justificar cualquier sanción. Su muerte en prisión -oficialmente un suicidio en enero de 1991- cerró el círculo de disciplinamiento burocrático.

Las Causas 1 y 2 fueron procesos políticos, no judiciales. Su función era consolidar un giro interno: el desplazamiento de una dirección militar con prestigio real y capacidad autónoma por una dirección militar-partidaria subordinada completamente a la familia Castro. En este sentido, funcionaron como el inicio de la contrarrevolución burocrática, donde el poder se reorganiza para garantizar su propia perpetuación, incluso al costo de destruir cuadros revolucionarios.

El mensaje interno: obediencia o eliminación

La ejecución de Ochoa envió un mensaje brutal al interior de las Fuerzas Armadas Revolucionarias: ninguna trayectoria, ninguna victoria internacionalista, ninguna lealtad previa era garantía de protección.

Se instauró así una cultura política basada en la obediencia incondicional, donde la crítica era sinónimo de traición.

Este clima inhibió cualquier posibilidad de renovación democrática interna y destruyó la vieja ética revolucionaria fundada en el debate y la autocrítica.

Fin de un proyecto emancipador

A partir de 1989 la revolución dejó de ser un proceso social transformador y se convirtió en un orden de seguridad administrado militarmente.

El poder popular -ya debilitado desde los años 70 por la institucionalización- quedó definitivamente subordinado al aparato.

Las reformas posteriores (lineamientos, apertura parcial, turismo, zonas especiales) ya no respondieron a una estrategia de socialismo renovado, sino a la lógica de supervivencia de una elite de Estado.

Tras las purgas, el Estado cubano fortaleció un modelo mixto donde las fuerzas armadas gestionan empresas turísticas, comerciales y logísticas a través de conglomerados como GAESA.

Ese modelo es hijo directo de 1989: el aparato militar pasó de ser garante del proceso revolucionario a ser propietario y administrador del nuevo capitalismo de Estado.

Desde 1989 en adelante, el discurso oficial convirtió la revolución en relato más que en práctica: una marca identitaria que justifica la permanencia del aparato.

La represión a disidentes, la censura y el control total sobre la prensa se profundizaron para evitar que el caso Ochoa/Abrantes se convirtiera en un símbolo de ruptura interna.

1991: El "Período Especial" y la victoria silenciosa de la casta militar

Con la caída de la URSS, el Partido quedó debilitado. Pero las FAR, que ya gestionaban sectores completos de la economía (turismo, transporte, comercio exterior), surgieron fortalecidas.

El Período Especial fue una tragedia económica y una paliza social, pero también una reconfiguración del poder: el ejército pasó a manejar empresas clave a través de GAESA (Grupo de Administración Empresarial de las FAR), el Partido se volvió un aparato ritualizado, conservador y sin imaginación, la sociedad civil (artistas, jóvenes, cooperativistas) comenzó a abrir grietas que luego serían reprimidas.

En los 90 no ganó el socialismo: ganó la burocracia militar. A partir de ese momento, Cuba dejó de ser un proyecto y comenzó a ser un orden.

2006-2020: La transición del castrismo al "modelo militar-empresarial"

Cuando Fidel se retiró y asumió Raúl, se produjo el cambio más profundo desde 1959: no una democratización, sino una militarización de la economía. Bajo Raúl, GAESA se volvió un Estado dentro del Estado: controló más del 70% del turismo, manejó el comercio minorista en moneda dura, administró puertos, aeropuertos, zonas francas y redes logísticas, y se infiltró en las inversiones extranjeras.

El Partido quedó como decorado ideológico; el ejército, como gestor empresarial.

Quien manda hoy en Cuba no es el socialismo: es el capitalismo militar de Estado.

2018-presente: Díaz-Canel, el Partido fosilizado y el estallido social

Con la llegada de Miguel Díaz-Canel, el aparato político creyó que la continuidad estaba asegurada. Se equivocó. La crisis económica, la dolarización encubierta, el derrumbe del salario real y la pérdida de legitimidad generaron la mayor protesta desde 1959: el 11 de julio de 2021.

Miles de cubanos salieron a la calle. No para pedir capitalismo salvaje ni para apoyar a Miami, sino para gritar: comida, libertad, fin de la represión, y dignidad.

La respuesta fue militar: detenciones masivas, juicios exprés, criminalización del disenso. El gobierno actuó como lo que es: una dictadura burocrático-militar que teme al pueblo que dice representar.

El problema de la izquierda latinoamericana: confundir revolución con régimen

Una parte de la izquierda continental sigue defendiendo al Estado cubano en nombre de la antiimperialismo. Pero el antiimperialismo no justifica la opresión interna. La revolución no legitima la represión. La soberanía nacional no puede ser excusa para negar los derechos básicos.

Las responsabilidades son claras: el Partido Comunista de Cuba traicionó la tradición revolucionaria al impedir toda renovación política; el Ejército se apropió de la economía y gobierna con lógica empresarial; los ciudadanos fueron convertidos en súbditos; los intelectuales críticos fueron censurados, perseguidos o empujados al exilio.

La izquierda no puede seguir homenajeando al Museo mientras la realidad está marcada por cárceles, prohibiciones y pobreza estructural. La tarea histórica es otra: recuperar la revolución de las manos de quienes la convirtieron en dogma vacío y negocio familiar.

Cuba no necesita solidaridad ciega: necesita solidaridad revolucionaria

La crítica a Cuba no es un acto de traición, sino de lealtad a lo que Cuba fue: una revolución que puso a la dignidad en el centro.

Hoy, la solidaridad verdadera con el pueblo cubano exige: denunciar la represión, exigir libertades políticas, apoyar a los trabajadores y artistas reprimidos, exigir transparencia económica, defender el derecho a organizarse por fuera del Partido, rechazar la militarización del Estado y la economía.

No se trata de salvar al régimen: se trata de salvar la idea de revolución.

Volver a la raíz para superar la deriva

El proceso cubano nos deja una enseñanza monumental: cuando el Partido se convierte en Estado y el Estado se convierte en Ejército, el socialismo se vuelve imposible.

El desafío histórico no es abandonar Cuba ni demonizarla: es recuperar su legado revolucionario y señalar con firmeza a quienes lo degradaron. La revolución no murió por culpa del bloqueo: murió por la consolidación de un régimen burocrático-militar que vació de contenido cada conquista de 1959.

Y lo que empieza como mala gestión termina, finalmente, como dominación.

José W. Legaspi
2025-12-12T05:56:00

José W. Legaspi