Diálogos interdisciplinarios en salud mental. Malena Lizarazú
24.07.2025
Alain Miller, en una frase a propósito burda pero reveladora, decía: "Lo más importante en la vida con respecto a la salud mental es andar bien por la calle, (...) cruzar la calle sin que te atropellen".
Ya advertía en su análisis, enmarcado en el ámbito manicomial y las implicaciones éticas del rol profesional, que el especialista en salud mental comenzaba a ocupar un rol decisivo: determinar quién estaba en condiciones de circular por el espacio público. Decidir si una persona debía permanecer atada, si podía salir, bajo qué condiciones y según qué reglas. En última instancia, establecer quién podía -o no- cruzar la calle sin ser atropellado, por accidente, por omisión o por mandato.
Traigo este pasaje para retomar una problemática que se ha transformado en nuestro tiempo: el abordaje en salud mental, los diálogos interdisciplinarios y la democratización de la información.
Este año ocurrieron dos casos relativos a situaciones de emergencia en salud mental, sobre los cuales los medios hicieron eco por unos días. Sin embargo, no ha prevalecido mucho más que la divulgación de la narrativa de los hechos, la noticia aséptica de crítica que muchas veces, por su forma discursiva, contribuía a este fenómeno que conocemos como espectacularización de la violencia para mayor impacto mediático.
Cae por su propio peso que no pienso ahondar en la especificidad de los casos, sino que pretendo la divulgación de unas breves puntualizaciones que surgen de ellos, pero que tienen que ver con el estado del arte en salud mental y cómo se articula con la interdisciplina en las instituciones.
La salud mental no es un asunto exclusivo del psiquiatra o del psicólogo; tampoco es un problema que deba terminar en manos de la policía. Los casos no revelan solo el estigma persistente, sino la ausencia de las primeras respuestas adecuadas. Pensar qué hubiera pasado si en estos momentos críticos la primera persona en intervenir hubiera estado capacitada para identificar crisis y activar un protocolo sanitario real no nos puede resultar una fantasía.
Estos han sido síntomas emergentes de una problemática honda y cimental que existe en el Uruguay, exteriorizada de la peor manera. En un país récord de suicidios, es probable que la mitad de la población no sepa abordar el cuidado de una persona que está sufriendo un ataque de pánico. La salud mental también se previene en comunidad: superando prejuicios, prestando atención a las alertas tempranas, a la escucha cotidiana. En el recorrido que puede llevar a una persona a recibir atención en salud mental -ya sea, en el mejor de los casos, con un profesional especializado, o en el peor, con una institución atravesada por la burocracia- el primer eslabón muchas veces no es un psiquiatra o psicólogo. Puede ser un dentista, un profesor, un panadero: alguien que escucha, que percibe algo y decide intervenir o, al menos, no mirar para otro lado.
Por eso, la capacitación y divulgación de información en todos los niveles es de suma importancia. No hay sufrimiento psíquico que no hable también de un entorno que dejó de escuchar mucho antes. Lo que desborda en una crisis, además de posibles predisposiciones biológicas en cierto tipo de estructuras, suele ser el resultado de ausencia, miedo y desinformación.
Cuando sucede, la violencia emerge como una solución de fácil prevalencia porque el paciente de salud mental no es visto como persona. Carga con un prejuicio que los demás no. La etiqueta de locura que se tiene en detrimento de la condición de ser humano. Responder con armas de fuego a una descompensación psíquica es como dispararle a una persona desesperada en medio de un ataque de asma porque no supimos -o no quisimos- ayudarlo a respirar.
Uno de los principales obstáculos que han dificultado la integración de la salud mental en otras áreas de la salud han sido las relaciones de hegemonía y subalternidad entre las disciplinas. La psiquiatría tradicional conservó la posición hegemónica, pero a costa de instalar un reduccionismo biomédico. Ni una ni la otra son más importantes: la interdisciplina es en lo que hay que hacer énfasis.
Cuando se trata de salud mental, no debería existir una única voz autorizada al respecto, porque eso implica el silenciamiento de saberes provenientes de la enfermería, la educación, el trabajo social, etc. Esta omisión de la interdisciplina no la considero neutra: responde a intereses, modelos de salud, presupuesto y dinámicas de saber institucionales.
Es difícil prevenir lo que no se alcanza a comprender hondamente. La cuestión de la interdisciplina suena linda en el discurso, parece una simple moda académica, pero no es algo que se decrete y se ponga en práctica de un día para el otro. Se construye en los espacios de tensión, en decisiones, en discusiones y en la apuesta por lo común. Depende de una disposición previa de todas las partes que toman participación en salud mental.
Tal vez peco de idealista, pero puede que haya que insistir en cosas simples: formación real en salud mental para todo el personal sanitario y educativo, protocolos de actuación, una sociedad que no niegue el sufrimiento, que lo escuche, lo nombre y lo acompañe.
Pensar en diálogos interdisciplinarios en la salud mental no es solo una cuestión técnica y academicista. Es una decisión ética y política sobre cómo queremos cuidar y ser cuidados. Supone también asumir que lo que está en juego no es el destino de "los otros" ni de "los locos", porque garantizar que cada quien pueda cruzar la calle sin ser atropellado es una responsabilidad compartida.
Tal vez y solo tal vez, la pregunta no sea solo quién puede cruzar la calle, sino quién se detiene y anima a acompañar, a advertir un peligro, a esperar el momento adecuado, a concretar verdaderos cambios desde la interdisciplinariedad en salud mental.
Malena Lizarazú tiene 20 años, es militante por los derechos humanos y estudiante avanzada de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República.
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias