Francia, julio de 1789. Mucha sangre y pocas nueces. François Graña

17.07.2025

Ese año la cosecha de trigo había sido la más magra desde que se tenía recuerdo y el precio del pan se había ido a las nubes. El populacho francés estaba hambriento y furioso.

 

Humillados a más no poder por la miseria y por la arbitrariedad de una sociedad brutalmente desigual, hartos de la insolencia y del lujo impúdico del rey y sus cortesanos, los "sans culottes" querían la cabeza de sus opresores. Y Joseph-Ignace Guillotin tenía la solución; propuso a la Assemblée Nationale revolucionaria el uso sistemático de ese eficaz dispositivo mecánico que lleva su nombre a pesar de que no fue su inventor.

La sangre corrió a raudales en una Francia conmocionada y plena de ilusiones que pronto se marchitarían: la tan ansiada libertad seguiría siendo para los más desposeídos la libertad de morirse de hambre; la pregonada igualdad, una burda promesa que jamás llegaría. ¿Y la fraternidad? Una cruel ironía: el Libre Mercado -esa misma Realeza que hoy siguen adorando los gobiernos de todo pelo y color- entronizaba una competencia despiadada y amoral. 

¿La gran Revolución Francesa? Fuegos de artificio. Pronto, la flamante democracia se quedaría en la pura formalidad y la política cristalizaría en asunto de profesionales de la manipulación bien remunerados. Hoy, miles de millones de infrahumanos sobreviven despojados de todo derecho a una existencia digna.

Liberté, égalité, fraternité... Homo Sapiens sigue soñando.

François Graña es Doctor en Ciencias Sociales

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2025-07-17T07:46:00

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