Obediencia debida o mal radical. Ernesto Kreimerman

27.10.2025

 

"Obediencia debida" suena a algo muy castrense, muy rígido, muy del poder y el cúmplase. En definitiva, una dimensión esencial de la cuestión militar. Incluso presente ante cada sentencia por violación de derechos humanos.

En efecto, en el ámbito militar la relación entre mandar y obedecer es la base de la disciplina y la organización jerárquica. Dicho de otro modo, la esencia de la vida castrense se sostiene en esa dualidad: el derecho de los superiores a dar órdenes (hablemos de las legítimas, las otras no son ajustadas a legalidad) y el deber de los subordinados de cumplirlas dentro del marco legal y normativo establecido.
Nuestro marco legal así lo establece: "La disciplina militar, como relación entre el derecho de mandar y el deber de obedecer, es un principio general de conducta en el ámbito de las Fuerzas Armadas. La subordinación, como corolario de la disciplina, implica el deber de obediencia al superior en toda circunstancia, de acuerdo a las leyes y demás normas vigentes". Dícese del artículo 125 de la Ley 19.775, "modificase la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas", de agosto de 2019.

Y no se trata de una ley más o menor, sino de la que "tiene por objeto establecer los principios y disposiciones que rigen la composición, jurisdicción, organización, misiones, personal y logística de las Fuerzas Armadas de la República Oriental del Uruguay"-

Cuatro veces cuatro

En esta ley fundamental, la obediencia se menciona en cuatro ocasiones, y cada una de ellas define con claridad los límites de su legitimidad.
La primera aparece en el artículo 50, que establece que la superioridad de cargo surge de la dependencia orgánica entre militares y otorga derecho de mando y deber de obediencia dentro del mismo grado y jerarquía.

La segunda está en el artículo 86, al enumerar las obligaciones del estado militar. La primera de ellas es respetar y cumplir la Constitución, las leyes y disposiciones reglamentarias; luego, mantener el deber de obediencia y subordinación al superior conforme a la normativa vigente; y finalmente, cumplir las funciones con respeto a los derechos humanos y al derecho internacional humanitario, reafirmando así la esencia democrática de la institución, muy distinta de los años de la dictadura cívico-militar. Vale recordar a José Artigas, quien en el Congreso de Tres Cruces advirtió: "es muy veleidosa la probidad de los hombres, sólo el freno de la Constitución puede afirmarla".

La tercera mención, en el artículo 125, profundiza la idea al señalar que la disciplina militar, entendida como la relación entre el derecho de mandar y el deber de obedecer, constituye un principio general de conducta dentro de las Fuerzas Armadas.

Por último, el artículo 126 resume y completa el concepto: todo militar debe ajustar su conducta a la Constitución, las leyes y los reglamentos, respetar las órdenes legítimas y rechazar aquellas manifiestamente contrarias al orden constitucional o a los derechos humanos.
Además, tiene el deber de denunciarlas, pues ni quien obedece ni quien las imparte puede ampararse en la jerarquía para eludir su responsabilidad.

La síntesis es contundente: la obediencia no es debida, es de acuerdo con las leyes que así lo establecen y que fueran resumidas.

La banalidad

Hannah Arendt utilizó por primera vez la expresión "banalidad del mal" en ocasión del juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, año 1961. En 1963 su libro "Eichmann en Jerusalén: Un informe sobre la banalidad del mal" sirve para presentar su teoría de forma más elaborada.

A punto de partida, Arendt describe a Eichmann no como un monstruo sádico sino un burócrata mediocre, incapaz de reflexionar sobre el alcance moral de sus actos. El concepto "banalidad del mal" refiere a la capacidad de personas comunes de cometer atrocidades, no por maldad demoníaca o crueldad excepcional, sino por obedecer órdenes sin pensar críticamente en sus consecuencias.

En suma, el mal se vuelve "banal" dado que se ejecuta como un trámite administrativo, sin conciencia (es decir, sin sentido moral ni reflexión sobre las consecuencias) del sufrimiento causado. No obstante, Hannah subraya que la obediencia no exime de responsabilidad; "cada persona tiene el deber moral de pensar y juzgar".

Remarco este aspecto minimizado pero "primo hermano" de la obediencia debida.
Poner el acento en el contexto ("Yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo a ellas, no me salvo yo", Meditaciones del Quijote, 1914), ya lo había dicho antes José Ortega y Gasset, que eso hace a la cuestión de fondo.

Los tiempos donde se formula la idea de la banalización del mal, son los tiempos de la "desnazificación", una iniciativa de los ejércitos aliados tras su victoria de mayo de 1945, cuyo neologismo responde a inspiración del Pentágono del año 1943.

Los juicios de Nuremberg y los de Dachau no sirvieron para dar respuesta a las sociedades que anhelaban justicia. La abrumadora mayoría nunca fue juzgada. Los "valientes" sometidos a juicios sólo apelaron a dos estrategias; culpar a Hitler y/o alegar que solo habían seguido órdenes de sus superiores.
Antes de que Arendt presentara su teoría de la banalidad del mal, inspirada en la idea de Kant, el mal radical como disposición humana a subordinar la moral a intereses egoístas, el Eichmann burócrata se presentaba como una persona sin odios personales ni iras.

Pero es un contrasentido pues el odio es un sentimiento cruel y plenamente racional. Y es una conceptualización: odio religioso, político, de género... conceptos, que luego se personalizan.
El mal radical, en su dimensión ética, es un proyecto sistemático de aniquilación de la humanidad como tal.

Pero más tarde, Arendt ubica al individuo común que, sin pensar, cumple órdenes y normaliza atrocidades. Indiferente a los propósitos, y apego estricto a procedimientos y normas.
Sin embargo, y quizás se ajuste mejor a la realidad de este cambio de visión, es que Arendt pasó de una concepción ontológica y estructural del mal, del radical, hacia una concepción fenomenológica y ética, de la banalidad, centrada en la cuestión individual, que lleva implícita una licuación de la responsabilidad.
No es lo mismo el mal radical que la banalización.

Arendt insistió en que banalidad no era trivialidad sino superficialidad moral. Los ejemplos históricos muestran que la obediencia debida no puede ser un escudo absoluto. Y el derecho internacional y la filosofía política coinciden en que cada persona tiene un deber moral de resistir órdenes ilegales.

Por allí se juntan estas aproximaciones, pero también divergen. Mientras que el mal radical implica una intención maliciosa profunda y consciente, la banalidad del mal enfatiza la mediocridad moral y la ausencia de reflexión, mostrando cómo el mal puede surgir de la cobardía y la conformidad más que de una voluntad malvada explícita.

 

(*) Artículo publicado originalmente en El Telégrafo, 26/10/2025. Reproducido con autorización expresa del autor.

 

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2025-10-27T12:47:00

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