Revolución: de horizonte histórico a palabra domesticada. José W. Legaspi
28.12.2025
Durante buena parte de los siglos XIX y XX, la palabra revolución no fue un adorno retórico ni una consigna vacía. Designó un quiebre histórico real, una ruptura consciente con un orden social considerado injusto, y la voluntad organizada de reemplazarlo por otro radicalmente distinto. La revolución fue, antes que nada, una apuesta por la transformación estructural del poder: del Estado, de la economía, de las relaciones sociales y de la cultura política.
Hoy, sin embargo, el término sobrevive más como eco que como proyecto. Y esa mutación no es casual: expresa una derrota histórica, pero también una operación ideológica deliberada.
En su sentido clásico, la revolución implicaba tres elementos inseparables: sujeto político organizado, ruptura con la legalidad existente y proyección estratégica de una sociedad nueva. Desde la Revolución Francesa hasta la Revolución Rusa, pasando por los procesos anticoloniales del siglo XX, la idea de revolución estuvo asociada a la toma del poder y a la reorganización del orden social desde abajo -o al menos "en nombre" de los de abajo-. Incluso cuando fracasó, cuando derivó en burocracias autoritarias, la revolución conservó durante décadas su carácter subversivo: nombraba lo que el orden dominante no podía absorber.
El problema contemporáneo no es solo que las revoluciones hayan sido derrotadas; es que el concepto mismo ha sido vaciado, neutralizado, reciclado. Hoy se habla de "revoluciones" tecnológicas, de mercado, de gestión, de consumo, incluso de subjetividad individual.
Todo puede ser revolucionario siempre y cuando no cuestione la estructura de poder. Esta inflación semántica no amplía el concepto: lo anula. La revolución deja de ser una categoría histórica y política para convertirse en un eslogan compatible con el capitalismo tardío.
Esta domesticación del término no es ajena a la evolución de las izquierdas institucionales. Desde finales del siglo XX, gran parte del pensamiento progresista sustituyó la revolución por la "reforma permanente", el "cambio gradual" o la "gestión humanizada" del sistema. No se trató solo de una adaptación táctica, sino de una renuncia estratégica. La revolución pasó a ser vista como un exceso juvenil, un error del pasado o, en el mejor de los casos, una metáfora inspiradora sin traducción política concreta. Así, el horizonte de transformación fue reemplazado por la administración de lo existente.
Pero la crisis de la idea de revolución no proviene únicamente de la capitulación ideológica de las llamadas "izquierdas". También pesa el balance histórico de los autodenominados socialismos reales. La identificación mecánica entre revolución y autoritarismo, entre ruptura y burocracia, entre cambio radical y supresión de libertades, ha operado como un chantaje político eficaz. Sin embargo, renunciar a la revolución por los fracasos del siglo XX equivale a renunciar a la democracia por los crímenes del liberalismo, o al Estado de derecho por las dictaduras que lo invocaron. El problema no es la revolución en abstracto, sino sus formas históricas concretas.
La revolución en Uruguay: del proyecto histórico al tabú político
En Uruguay, la idea de revolución tuvo una densidad política real y una trayectoria propia, marcada por tensiones entre tradición democrática, radicalización social y disciplinamiento institucional. A diferencia de otros países de la región, donde la revolución se expresó como guerra prolongada o ruptura violenta del orden estatal, en Uruguay el concepto estuvo atravesado por una contradicción persistente: la aspiración a una transformación estructural en un país con fuertes consensos republicanos y una cultura política legalista. Esa tensión no anuló la revolución; la volvió problemática, debatida, pero central.
Durante buena parte del siglo XX, la revolución fue pensada en Uruguay como una necesidad histórica ligada a la dependencia económica, al carácter oligárquico del poder y a la inserción subordinada del país en el capitalismo mundial. Desde el anarquismo y el socialismo temprano hasta el pensamiento comunista de Rodney Arismendi, la revolución no aparecía como aventura voluntarista, sino como desenlace de contradicciones estructurales. Incluso el MLN-Tupamaros, con todas sus limitaciones estratégicas, expresó -de forma distorsionada pero real- la impaciencia revolucionaria de una sociedad que ya no encontraba respuestas en el reformismo batllista agotado.
La derrota de los proyectos revolucionarios en los años sesenta y setenta, coronada por la dictadura cívico-militar, no solo aplastó organizaciones y militancias: produjo una reconfiguración profunda del sentido común político. A la salida de la dictadura, la revolución quedó asociada al caos, a la violencia y, sobre todo, a la responsabilidad por el autoritarismo posterior. Esta lectura -funcional al nuevo pacto democrático- permitió desplazar la discusión sobre las causas estructurales de la crisis y concentrar toda la culpa en quienes intentaron cambiar el orden. La revolución pasó así de ser un horizonte discutible a convertirse en un tabú.
El Frente Amplio nació, paradójicamente, en ese cruce. Surgió como síntesis de tradiciones revolucionarias, socialistas, comunistas y cristianas radicales, pero sobrevivió y se expandió al precio de un desplazamiento estratégico: de la transformación estructural a la acumulación electoral. Con el paso del tiempo -y especialmente a partir de su llegada al gobierno- la revolución fue reemplazada por la gobernabilidad, la estabilidad macroeconómica y la administración prolija del capitalismo periférico. El lenguaje de la ruptura fue sustituido por el de la responsabilidad, y la palabra revolución desapareció del vocabulario político sin siquiera necesitar una prohibición explícita.
En el Uruguay del siglo XXI, la revolución no solo está ausente como programa: está ausente como pregunta. La política se organiza en torno a la gestión, la transparencia, la eficiencia o la sensibilidad social, pero raramente en torno a la disputa por el poder real. La propiedad de la tierra, la extranjerización, el rol del capital financiero, la dependencia tecnológica o la estructura regresiva del sistema productivo quedan fuera del debate estratégico. Cuando aparecen, lo hacen como problemas técnicos, no como antagonismos políticos.
Sin embargo, esta ausencia no es señal de madurez democrática, sino de empobrecimiento del pensamiento político. Un país que renuncia a pensar su transformación estructural renuncia también a pensar su futuro. Recuperar la idea de revolución en Uruguay no implica volver a los años sesenta ni repetir experiencias derrotadas, sino rescatar la capacidad de imaginar un proyecto de país que no se limite a administrar su dependencia. Implica reabrir una discusión clausurada: si el orden actual es el único posible o apenas el único que se nos permite pensar.
En ese sentido, la revolución -en Uruguay como en cualquier otro lugar- no es una consigna del pasado, sino una herramienta crítica del presente. Allí donde se la borra del lenguaje, se consolida la idea de que no hay alternativa. Y allí donde no hay alternativa, la política deja de ser emancipación para convertirse en mera rutina institucional.
Conclusión que no es tal, sólo un pie para seguirla
En el pensamiento político contemporáneo, la ausencia de la revolución como horizonte tiene consecuencias profundas. Sin una idea de ruptura, la crítica se vuelve moral y no estructural; el conflicto se gestiona, no se resuelve; la desigualdad se mitiga, pero no se combate en su raíz. La política pierde densidad histórica y se transforma en administración del mal menor. Allí donde no hay revolución posible, solo queda la adaptación: al mercado, a la geopolítica, a los límites impuestos por un orden que se presenta como natural e inmodificable.
Recuperar la revolución hoy no significa repetir fórmulas agotadas ni idealizar el pasado. Significa restituir la idea de que el orden social es histórico, contingente y, por lo tanto, transformable. Significa volver a pensar el poder, la propiedad y el Estado como problemas políticos y no como datos técnicos. Significa, en definitiva, reinstalar la pregunta que el pensamiento dominante intenta clausurar: ¿quién ejerce el poder, en nombre de quién y para qué?.
Mientras esa pregunta siga siendo incómoda, la revolución seguirá siendo necesaria. No como nostalgia, no como consigna hueca, sino como categoría crítica indispensable para cualquier pensamiento político que no se conforme con gestionar la derrota.
José W. Legaspi