Dejate de literatura
Soledad Platero
30.11.2011
El gesto idiosincrático del Presidente repartiendo volantes por la calle como forma de contribuir personalmente a la lucha contra la violencia doméstica no debería sorprendernos. Ni está prohibido, ni es la primera vez que hace una cosa así.
Se podrá decir que hay una inocultable demagogia en salir a la calle a poner en práctica una acción militante individual y caudillesca del tipo “síganme los buenos”, pero hay que admitir que este presidente es el mismo que cuando era legislador se subía a los ómnibus ataviado como hombre sandwiche. Y lo cierto es que con gestos como ese obtuvo la simpatía y la confianza de mucha gente. (Otro tema es si eso es bueno o malo, pero no lo trataremos hoy aquí).
Esta vez, sin embargo, muchos encontraron que la intervención no había sido del todo feliz y —con matices casi siempre correspondientes al extremo del espectro político o a la responsabilidad pública que les tocó en suerte— coincidieron en que el mensaje no era adecuado. El mensaje, por si alguien no se enteró, era “Hombre, aprendé a perder”.
Las cámaras acompañaron al Presidente en más de un punto de su recorrido militante, y por eso todos pudimos ver a un irascible Mujica increpando a un hombre que cometió la imprudencia de creer que es posible dialogar de igual a igual con el Presidente de la República cuando éste está jugando a ser una persona de a pie.
El hombre —un hombre joven, al que se ve de perfil o de espaldas— le preguntó algo así como si no sería mejor hablar de respeto que de perder y ganar y, en un arranque semejante a tantos que ha tenido antes, Mujica le paró el carro, recordándole que a la gente hay que hablarle claro, que no hay que complicarle las cosas, que el palabrerío no sirve. “Dejate de literatura”, le dijo, así como alguna vez dijo que a la educación le hace falta “menos viru-viru y más ciencia”.
Es triste pensar que hablar de respeto pueda ser demasiado complicado para una sociedad que está medianamente alfabetizada, que vota cada cinco años, que tiene acceso a la educación y a la salud pública y que ostenta uno de los niveles de inclusión digital más altos del tercer mundo. Es obvio que no hay nada de complicado ni de literario en reclamar un tratamiento más respetuoso e inteligente para la violencia que cuesta la vida de miles, de millones de mujeres en el mundo. Mujeres que, por cierto, no mueren porque se encachilaron con otro, o porque cambiaron alegremente el color de su corazón, o porque son infieles, sino porque son consideradas propiedad de sus parejas —cuando no de sus padres o de la comunidad, porque eso también hay que decirlo.
En el enunciado simple “aprendé a perder” (simple pero poético al fin: una forma más simple y menos literaria de decir lo mismo sería “jodete”) está implícita la relación de trofeo que el hombre establece con el objeto de su amor. Pero está implícita, sobre todo, una forma de interpretar el mundo. Una épica de la territorialidad y el machismo que es parte —espero no ofender a nadie con esto— del discurso de esa parte de la izquierda que suele aparecer por ahí hablando en nombre propio de cosas que involucraron a toda la sociedad. Una épica de la guapeza, el aguante y los códigos que no pierde oportunidad de resaltar los gestos de coraje o de sacrificio, y que siempre apela a la emotividad y se ofende cuando le vienen con teorías.
Pero resulta que es exactamente al revés que hay que pararse frente a la violencia. Es exactamente al revés que hay que mirar el problema. ¿Alguien puede creer que una persona que cree que está “perdiendo” (que tiene internalizado ese discurso de ganar y perder) va a detenerse ante una instrucción simple como “aprendé a perder”? ¿Alguien alguna vez se detuvo en un envión de furia porque le aconsejaron que se jodiera?
Es insultante el discurso del Presidente en este caso. Tan insultante como oírlo hablar de que no quiere tener a los viejos presos, o como escucharlo hablar de la gente que “se revuelve” como si en ese recurso de supervivencia hubiera un heroísmo digno de ser exaltado.
Pero esto no es, no quiere ser, un ataque a la persona del Presidente. Y si se concentra en él es porque él concentra sobre sí, voluntariamente, asuntos que son generales. Esto, como tantas otras veces, trata de ser un llamado de atención sobre una forma de entender lo social. Sobre una forma peligrosa, simplista y fascistoide de entender lo social como un campo de batalla; como un entramado de relaciones imaginarias, privadas, interpersonales, en las que lo político y lo institucional se desdibujan y solo es posible ver al caudillo y a la masa.
Una vez más habría que pensar que si la violencia crece en una sociedad tal vez se deba, precisamente, a que cada vez hay menos viru-viru y menos literatura.
Soledad Platero
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias