Palos en la rueda

Soledad Platero

07.03.2012

Un efecto inevitable del voluntarismo, en casi todas los ámbitos, es el de trazar una línea entre los que “suman” y los que “restan”. Es una consecuencia de los mecanismos de adhesión y pertenencia: una ingenua pero extendida práctica que obtura las posibilidades de criticar y exigir cambios.

La expresión “palo en la rueda” —metáfora un tanto anacrónica pero de gran potencia gráfica— aparece cada vez que alguna voz se levanta para hacer notar que algo no está bien. La usó —y por eso la tengo presente hoy— el director nacional de Deporte, Ernesto Irureta, en respuesta a las quejas de los docentes afectados a las piscinas públicas del MINTUR (la diaria, 7/3, p. 5), y la ha usado profusamente la senadora Lucía Topolansky para desestimar o minimizar las críticas al Gobierno, sobre todo cuando provienen de sectores de los que se espera una lealtad sin fisuras.

Poner palos en la rueda no es otra cosa que estorbar. Es dificultar o tratar de impedir el avance de algo, y por lo tanto es una actitud mezquina y despreciable que obedece a intereses igualmente mezquinos orientados por ambiciones personales o por vicios corporativos. Los sindicatos de la enseñanza han puesto palos en la rueda del gran acuerdo nacional sobre la educación, como todo el mundo sabe. Los frenteamplistas de base (sea eso lo que sea) sufren el palo que la burocracia del aparato pone en la rueda de la democracia interna, y los dirigentes sectoriales se quejan de la misma infame práctica llevada adelante por los militantes que no aceptan los trabajosos acuerdos de cúpula en los que se invierte tanto tiempo y esfuerzo. El palo en la rueda es una tranca, como la imagen misma sugiere, y eso sólo puede ser malo en tiempos en que el avance imparable hacia delante es un mandato que no admite la menor demora.

Tan obvia es la metáfora, tan natural nos resulta admitir que es malo detener el carro, que a nadie se le ocurre pensar en el supuesto ideológico o intelectual que la sustenta. Porque el carro, obviamente, es el del desarrollo. Y el desarrollo, como todo el mundo sabe, no es apenas el objetivo deseable para todo organismo, sea natural o social: es su devenir inexorable. Se desarrolla o desaparece.

Acerca de la idea de desarrollo, de su naturalización en el discurso social y de su parentesco con la racionalidad occidental no abundaré en este momento, pero quienes estén interesados en el asunto pueden encontrar en Cornelius Castoriadis a un guía astuto y serio. Lo que me interesa tratar aquí es algo que ya he mencionado otras veces: la imposición de la adhesión y la pertenencia como valores absolutos e innegociables en el escenario de lo social.

Es evidente que nadie se quejaría de que el enemigo le pone palos en la rueda. El enemigo, como cualquiera puede comprender, es justamente el que tiene como finalidad impedir nuestro avance, por lo tanto no es a él que se dirige esa queja. Nadie espera lealtad del enemigo. A lo sumo se pueden invocar los “códigos” (otra palabra infame, si las hay, en contexto de lealtades sociales) y hacer denuncias de juego sucio, pero no se espera del adversario que facilite nuestra marcha o que no intente impedirla.

El palo en la rueda lo pone siempre uno de los nuestros. Es, por eso, una de las faltas imperdonables a la omertà, una traición dolorosa y ofensiva, una provocación.

Pero claro, ya se sabe que no hay traición posible sin adhesión previa. La adhesión es el suelo, el espacio no problematizable sobre el que se construye todo el sistema de exigencias, evaluaciones y reclamos. Adherir es adherir en bloque, masivamente, con todo el espíritu y todo el cuerpo. La adhesión es una entrega, y es tan absoluta que en el otro extremo no hay nada excepto el rechazo, el repudio o la expulsión. No hay un antónimo para “adhesión” —entre otras cosas, claro, porque su uso en contexto social es metafórico— y por lo tanto cualquier desviación es su enemiga. La discrepancia, el desacuerdo, la diferencia son desprendimientos violentos; desgarros en el cuerpo aglutinado y compacto de la pertenencia.

El voluntarismo es así: no quiere críticas ni preguntas. Necesita que toda la energía esté volcada al movimiento, a la acción, a la puesta en marcha. Hay que hacer cosas es su gran consigna (o su orgullosa transposición al pretérito: se han hecho cosas).

Ocurre que el pensamiento político es, o debería ser, lo contrario al voluntarismo. La política no tiene como finalidad “hacer” cosas, ni mucho menos conformarse con las que están hechas. Su objeto (y no su objetivo) es lo social como construcción y como proyecto. Su ámbito es el de lo pensable y lo deseable, y sus herramientas son la crítica y la construcción de sentido. Objetar el sinsentido de una práctica, las trampas de un discurso, las injusticias de un sistema son, al mismo tiempo, su respiración y su aire.

Por eso sería bueno que quienes están volcados a la gestión o encapsulados en la discusión de nombres, estructuras y procedimientos entendieran que no hay ninguna zancadilla agazapada detrás de un pedido de definiciones políticas. Y que supieran que, sin un pensamiento político que la ponga en sentido, la voluntad de los hombres es tan veleidosa como su probidad, y así como hoy se amontona de un lado, basta un golpe de viento para que se amontone del otro.

 

 

Soledad Platero
2012-03-07T13:42:00

Soledad Platero

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