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Arabia Saudí, Washington y la sombra interminable de Khashoggi
19.11.2025
OTHER NEWS (Por Mario Gontade* – Mundiario) – La visita de Mohamed bin Salmán a la Casa Blanca reabre la disputa entre realpolitik y derechos humanos, mientras Trump persigue un gran pacto geopolítico en Oriente Próximo.
La política internacional acostumbra a escenificar sus contradicciones en lugares solemnes. Pero pocas veces se concentran tantas en un mismo despacho como las que afloraron durante la visita del príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salmán, al Despacho Oval. Allí, interrogado por una periodista de la cadena ABC, el líder de facto de Arabia Saudí calificó el asesinato del reportero Jamal Khashoggi como un "enorme error" y algo "muy doloroso". La reacción de Donald Trump, sin embargo, fue un reflejo de su aproximación a la diplomacia: regañó a la reportera por "poner en una situación embarazosa" a su invitado y zanjó el asunto con un "cosas que pasan" impropio de un presidente que presume de defender la libertad de prensa.
La escena resume un dilema recurrente en la política exterior estadounidense: cómo equilibrar la defensa de los derechos humanos con la búsqueda de alianzas estratégicas en una región marcada por guerras, ambiciones tecnológicas y equilibrios militares precarios. En esta ocasión, la balanza volvió a decantarse del lado del pragmatismo geopolítico. Y de los negocios.
La visita de Bin Salmán tenía un objetivo claro: dejar atrás el episodio que más ha dañado la imagen internacional del reino y de su propio liderazgo. Khashoggi, residente en Estados Unidos, fue asesinado y descuartizado en el consulado saudí en Estambul en 2018, en una operación que los servicios secretos estadounidenses atribuyeron directamente al príncipe heredero. Pese a ello, Trump ha optado por un cierre en falso del caso, elogiando incluso el historial en derechos humanos de su invitado, mientras impulsa una agenda de acuerdos que podrían alterar la arquitectura de seguridad en Oriente Próximo.
Ese pragmatismo ha dado frutos inmediatos. Washington ha ofrecido a Riad garantías de seguridad similares -aunque no idénticas- a las otorgadas a Qatar; ha resucitado la posibilidad de vender cazas furtivos F-35, hasta ahora bloqueada por el riesgo de filtración tecnológica y por el rechazo de Israel; y ha celebrado un compromiso saudí de inversión en Estados Unidos que el heredero sitúa ya en un billón de dólares, pese a que la cifra supera casi todo el PIB anual del propio país. Más allá de la hipérbole financiera, lo que cuenta es la señal política: Arabia Saudí quiere un rol preferente en la relación con Washington, acceso a tecnología puntera y algún tipo de blindaje frente a Irán.
Trump, por su parte, persigue su gran hito diplomático: sumar a Arabia Saudí a los acuerdos de Abraham y sellar así la normalización entre Israel y los principales países musulmanes. En su primer mandato los convirtió en un emblema de política exterior; en su segundo, aspira a consagrarlos como un legado histórico. De hecho, la Casa Blanca acaba de anunciar nuevos pactos con Indonesia y Kazajistán. Pero la pieza clave sigue siendo Riad.
Y ahí es donde asoman los límites. Bin Salmán ha reiterado que solo se sumará a esos acuerdos si existe una hoja de ruta creíble hacia un Estado palestino. El plan para Gaza diseñado por la Administración Trump no contempla ese horizonte, e Israel se opone frontalmente incluso a los pasos más modestos. La reciente resolución 2803 del Consejo de Seguridad de la ONU, que reconoce un proceso de 20 puntos hacia la autodeterminación palestina, ofrece un marco, pero no el consenso político necesario en la región.
El resultado es un equilibrio incómodo: Riad mantiene su exigencia de una solución de dos Estados, Washington insiste en que sin acuerdo con Israel no habrá tratado de defensa, e Israel se niega a cualquier compromiso que perciba como una cesión. Mientras tanto, la guerra en Gaza y los ataques cruzados en Líbano, Yemen o Irán han debilitado a Teherán y a sus aliados, pero han congelado cualquier avance diplomático sostenible.
La visita de Bin Salmán -acompañada de honores reservados a jefes de Estado, desfiles militares y una puesta en escena propia de las vanidades presidenciales de Trump- buscaba precisamente navegar ese laberinto geopolítico. La devolución fue generosa en gestos, pero cauta en resultados. Washington y Riad parecen dispuestos a reconstruir su relación estratégica, pero no a cualquier precio.
Un artículo de opinión no puede eludir la cuestión moral: el asesinato de Khashoggi, por más que se presente ahora como un "error doloroso", sigue siendo un crimen de Estado. Y la respuesta de Trump, intentando minimizarlo ante la prensa, envía una señal inquietante sobre las prioridades de su administración. Las democracias no pueden actuar como si la defensa de los derechos humanos fuese un accesorio prescindible.
La realpolitik es inevitable. Pero también lo es preguntarse qué se pierde cuando se renuncia a ciertos principios en nombre de un equilibrio regional que ni es estable ni está garantizado. Entre la sombra de Khashoggi y la ambición de un gran pacto geopolítico, la visita del príncipe saudí deja la impresión de que Estados Unidos y Arabia Saudí avanzan, sí, pero hacia un destino que ambos prefieren no describir del todo.
*Mario Gontade, colaborador de Mundiario, es analista de la actualidad política y económica. También escribe en la edición de Opinión.
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