OPINIÓN

El atentado contra Miguel Uribe debe conjurar los fantasmas del pasado

09.06.2025

OTHER NEWS (Editorial / Análisis – Mundiario) – Los ocho disparos no solo han dejado en estado crítico a un senador, sino que han sacudido la conciencia de una nación marcada por décadas de violencia política, y que hoy se asoma peligrosamente al abismo de la repetición.

 

Colombia ha vuelto a estremecer al mundo con una tragedia política que reabre viejas heridas aún no cerradas: el atentado contra Miguel Uribe Turbay, precandidato presidencial del partido Centro Democrático, baleado por un adolescente en plena campaña, es mucho más que un acto de violencia aislado. Es una agresión directa al corazón de la democracia. Ocho disparos que no solo han dejado en estado crítico a un senador, sino que han sacudido la conciencia de una nación marcada por décadas de violencia política, y que hoy se asoma peligrosamente al abismo de la repetición.

Este atentado no puede, no debe, ser tratado como un episodio más en la crónica de una violencia que parece cíclica. No se trata simplemente de un crimen atroz, sino de un síntoma de un cuerpo político enfermo, de una democracia que tambalea en medio de la polarización, la impunidad y el creciente poder de las estructuras criminales. La historia reciente de Colombia ha enseñado que cuando el debate político se contamina de odio, y el Estado falla en garantizar la vida y la seguridad de sus líderes, lo que se pierde no es una candidatura, sino la viabilidad misma del pacto social.

Miguel Uribe Turbay, nieto del expresidente Julio César Turbay e hijo de Diana Turbay, periodista asesinada en los años más oscuros del narcoterrorismo, encarna una tradición política marcada por el dolor. Su trayectoria y su linaje político lo convierten en una figura de alto simbolismo: sobre sus hombros pesa el eco de una generación diezmada por las balas, y ahora, también, la condición de víctima en carne propia de una violencia que se niega a desaparecer.

El ataque, perpetrado por un joven de apenas 15 años, no solo interpela a Colombia: interpela al mundo. ¿Cómo puede un adolescente convertirse en brazo ejecutor de una agresión política? La respuesta no puede ser únicamente penal. Es, sobre todo, estructural. El uso de menores por parte de grupos violentos revela la profundidad de la crisis social: una juventud sin horizontes, instrumentalizada por mafias, abandonada por el Estado, convertida en carne de cañón por quienes apuestan al caos.

Degradación institucional

Mientras tanto, el país sufre una preocupante degradación institucional. La tan promocionada "Paz Total" del presidente Gustavo Petro no solo no ha pacificado Colombia, sino que parece haber dado paso a una nueva fase del conflicto armado, más fragmentada, más imprevisible, y más cruel. La reanudación de secuestros por parte del ELN, la ruptura del cese al fuego con las disidencias de las FARC y el avance territorial de grupos criminales son prueba de que los acuerdos de buena voluntad no bastan si no se acompañan de autoridad, eficacia y legitimidad.

La ausencia del Estado en vastas regiones ha dejado a millones de colombianos atrapados entre actores armados. El desplazamiento forzado, los confinamientos y la imposición de normas ilegales por parte de bandas criminales retratan una geografía de la desesperanza. Una geografía donde el ciudadano común -el que sueña con trabajar, con vivir en paz, con ver crecer a sus hijos sin miedo- se siente rehén de una guerra sin fin.

Y todo esto ocurre mientras las cifras macroeconómicas ofrecen un respiro frágil: crecimiento moderado, leve reducción de la pobreza, pero desigualdad persistente y falta de oportunidades estructurales. Porque la economía puede mejorar en las planillas del Banco Mundial, pero si el ciudadano no se siente seguro ni representado, si teme salir a la calle o asistir a un mitin político, entonces la democracia está en riesgo.

La comparación con los discursos de orden y autoridad que surgen en otros países de la región, como el promovido por el populista radical Javier Milei en Argentina, no es menor. Aunque sus métodos y su retórica sean polémicos, su relato se basa en la restauración del control estatal y en la recuperación de una narrativa de responsabilidad. En Colombia, en cambio, se percibe una deriva caudillista donde el poder ejecutivo parece más interesado en consolidarse a sí mismo que en proteger el espacio democrático.

El atentado contra Uribe Turbay debería ser un punto de inflexión. No para volver a militarizar el discurso ni para alimentar la polarización, sino para retomar el camino del Estado democrático de derecho. El país necesita con urgencia una política de seguridad que sea al mismo tiempo firme y respetuosa de los derechos humanos, una estrategia integral que blinde la contienda electoral, y una pedagogía de la democracia que restaure el valor del disenso, de la pluralidad, de la palabra frente a la bala.

Las condenas internacionales han sido claras y contundentes, como corresponde. Pero la solidaridad no basta si no se acompaña de compromiso. Europa, que ha acompañado a Colombia en su proceso de paz, debe exigir que se cumplan los estándares más altos de protección a la vida política, y que se rompa definitivamente el ciclo de impunidad.

Reacción nacional e internacional

Colombia no puede permitirse otra generación sacrificada en el altar de la violencia política. Hoy, más que nunca, se requiere una reacción nacional e internacional coordinada y decidida. Cada líder político que levanta la voz debe saber que cuenta con el respaldo del Estado y de la comunidad democrática global. Y cada ciudadano debe sentirse parte de un pacto que garantiza su derecho a vivir, a disentir, a elegir.

El atentado contra Miguel Uribe es una tragedia personal y política. Pero puede, debe, ser también un momento de verdad. Colombia no necesita revivir sus fantasmas: necesita conjurarlos de una vez por todas. La política no puede seguir siendo un oficio de alto riesgo. El país merece soñar con un futuro en el que se vote sin miedo, se gobierne sin amenazas y se disienta sin riesgo de muerte.

Como escribió Gabriel García Márquez, "frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida". Hoy, esa respuesta debe ser colectiva, decidida y firme: que las balas no callen la democracia. Que nadie más tenga que morir para que el país despierte.

 

Imagen: X

 

Internacionales
2025-06-09T19:10:00

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