Los espectros de Monroe en América

11.12.2025

OTHER NEWS (Por Ricardo Orozco* – Diario Red)- Los años por venir serán muy difíciles para los pueblos de América con el Corolario Trump a la Doctrina Monroe, las presiones geopolíticas que se pueden cernir sobre ellos, en tanto que el continente se consolida como espacio de disputa hegemónica, pueden ser severas e implacables.

 

En los primeros días de diciembre, aprovechando como marco contextual la conmemoración del ducentésimo segundo aniversario de la proclamación de la Doctrina Monroe (enunciada por primera vez el 2 de diciembre de 1823, por el entonces presidente James Monroe), el actual titular del poder ejecutivo federal estadounidense, Donald J. Trump, anunció al pueblo que gobierna y al resto del mundo su intención de pasar a la Historia como el autor intelectual y material de uno de los -a su decir- más extraordinarios rescates de las directrices de política exterior contenidas en esa tradición; actualizándolas para ponerlas a tono con las circunstancias tan distintas y los desafíos tan disímiles que hoy enfrenta un Estados Unidos en franca decadencia como actor hegemónico global.

Beneficiándose, pues, de la ocasión, tanto en un discurso por él pronunciado -so pretexto de cumplir con el acto protocolario de la conmemoración de dicha Doctrina- como mediante la expedición del documento oficial relativo a la Estrategia de Seguridad Nacional de su cuatrienio, Trump (y con él su gabinete de seguridad) finalmente colocó sobre el papel, y en el documento más importante de definición de las prioridades de política exterior y de seguridad nacional del Estado estadounidense, de la manera más congruente, coherente y sistemática que le fue posible, la visión de mundo que guía y seguirá rigiendo su actuar en el seno de la arena internacional.

Y lo hizo, dicho sea de paso, nada más y nada menos que colocando en el centro de su estrategia global al continente americano como el espacio geopolítico, geohistórico y geocultural del que dependen su propia fortaleza y la posibilidad de contener y revertir su declive mundial, pero, también, inscribiendo las relaciones bilaterales y multilaterales de Estados Unidos con América en lo que seguramente él, de manera personal, decidió nombrar como Corolario Trump a dicha doctrina.

 ¿Qué, exactamente, quiere decir ese corolario?, ¿cuáles son las consecuencias potenciales y/o efectivas de su adopción en materia de planeación, organización, ejecución y control de la política exterior estadounidense?

Y, por supuesto, ¿qué implicaciones tiene este renovado espíritu monroísta de las élites políticas estadounidenses para los pueblos de América?

Quizás, antes que nada, lo primero que habría que precisar es que, en estricto sentido, no es ésta la primera ocasión en la que Trump y sus acólitos más fieles y cercanos se refieren a la Doctrina Monroe como el marco dentro del cual inscriben sus ambiciones en materia de política exterior, en general; y su posicionamiento estratégico en la región americana, en particular.

Ya durante su primer mandato, por ejemplo, el que fuera el primer Secretario de Estado del trumpismo, Rex Tillerson, reivindicó la vigencia de dicha doctrina afirmando, en un evento auspiciado a principios del 2018 por la University of Texas (Austin), que «en ocasiones nos hemos olvidado de la Doctrina Monroe y lo que significó para el hemisferio. Es tan relevante hoy como lo fue entonces».

Mike Pompeo (quien sucediera a Tillerson en el cargo desde abril del 2018 hasta enero del 2021), por su parte, si bien tuvo mucho cuidado de nunca expresar tan prístina y literalmente algo similar a lo que en su momento sostuvo Tillerson, en sus memorias (Never Give an Inch) declaró, sin ambages ni sutilezas, lo siguiente: «recuperamos la esencia de la Doctrina Monroe bajo el presidente Trump con respecto a Venezuela, ex aliado democrático de los Estados Unidos. [...]

En la administración de Trump, no podíamos tolerar que una nación a solo 1,400 millas de Florida extendiera la alfombra de bienvenida para Rusia, China, Irán, Cuba y los cárteles en una violación de la Doctrina Monroe del siglo XXI».

El propio presidente Trump, en sesión plenaria de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en septiembre del 2018, declaró en su particular y muy estrambótico estilo personal de discurrir: «aquí en el hemisferio occidental, estamos comprometidos a mantener nuestra independencia de la intrusión de potencias extranjeras expansionistas. [...]

Ha sido la política formal de nuestro país desde el presidente Monroe que rechacemos la interferencia de naciones extranjeras en este hemisferio y en nuestros propios asuntos».

A la luz de estas declaraciones, ¿por qué, entonces, el más reciente discurso de Trump sobre James Monroe y la publicación de la Estrategia de Seguridad Nacional de su gobierno han cobrado, esta vez, tanta relevancia mediática?, ¿qué hay de nuevo en la suscripción de la susodicha doctrina que no hubiese sido ya antes expresado?, ¿en realidad la Estrategia de Seguridad Nacional de este año supone un salto cualitativo en la política exterior estadounidense respecto de las proclamas que sobre el mismo tópico se emitieron en el primer mandato de Trump?

A reserva de que aún faltan tres años de administración Trump (suponiendo que no opere en ese lapso para posibilitar su segunda reelección) a lo largo de los cuales se habrán de observar las formas específicas mediante las cuales se operacionalizará lo establecido por la Estrategia de Seguridad Nacional recién expedida, por ahora, hay tres cosas que parecen quedar medianamente claras a la luz de los hechos en curso.

En primer lugar, esta vez los dichos relativos a la Doctrina Monroe como directriz de conducción de la política exterior estadounidense en relación con el continente americano (y con los Estados del resto del mundo que quieran tener tratos con los pueblos y los gobiernos de América) ya no son sólo eso (dichos).

Por lo contrario, con su inscripción en ese documento, si bien no asumen carácter de ley o de norma jurídica de observancia general, sí hacen parte ya de los compromisos políticos y de las directrices gubernamentales que habrán de regir la conducción del Estado estadounidense en el concierto de naciones, con carácter cuasi obligatorio.

En segunda instancia, lo dispuesto por el documento de la Estrategia de Seguridad Nacional da cuenta de una visión mucho más articulada, más coherente y congruente en su contenido (sin que por ello sus supuestos políticos e ideológicos se hallen libres de tensiones y de contradicciones).

En esta ocasión, por ello, a diferencia de lo que ocurrió en el primer mandato de Trump, ya no se trata de posicionamientos esporádicos, circunstanciales y/o coyunturales desarticulados y sin direccionamiento alguno.

Antes bien, aquí ya se esboza una especie de hoja de ruta con capacidades de condicionamiento y/o determinación de la planeación, la organización, la ejecución y el control de la política exterior estadounidense y de las relaciones bilaterales y multilaterales de Estados Unidos con los Estados americanos vistos como un todo, de manera integral, estructural y sistemática.

Y, en tercer lugar, no deja de ser un rasgo llamativo del contenido del documento en cuestión el atrevimiento, la osadía, que transmite línea a línea. Es, por decirlo de alguna manera, como si después de haber estado estirando la liga para probar la tolerancia de la comunidad internacional en un proceso gradualista (la designación de los cárteles de la droga como grupos terroristas o narcoterroristas, la avanzada de tropas en el caribe, la injerencia directa en procesos electorales, etc.), por fin, ahora, tanto Trump como sus principales halcones se hubiesen despojado de todo su pudor, de todas sus reservas y de sus principales temores y hayan aceptado el elevar los niveles de sus apuestas injerencistas y expansionistas en la región (incrementando, paralelamente, el costo a aquellos actores en la arena internacional que se resistan u opongan a su implementación).

Es en este sentido, por ello, que habría que apreciar que, en el fondo, lo dispuesto por la Estrategia de Seguridad Nacional no supone la existencia de nada nuevo bajo el sol.

Antes bien, lo que parece estarse buscando con tal documento es la sanción política, la legitimidad política, ideológica y hasta jurídica, de lo que Estados Unidos ha venido haciendo sobre la marcha, en la conducción de sus relaciones exteriores, a lo largo de los últimos once meses de gobierno de Trump. 

Pero que no haya nada nuevo bajo el sol, en esta línea de ideas, más allá de que con lo expuesto en la Estrategia de Seguridad se abandonen los eufemismos y se clarifiquen las cosas que el discurso político o bien buscaba ocultar o bien pretendía negar por medio del recurso persistente a la mentira, no quiere decir, no obstante, que la situación geopolítica imperante siga siendo la misma.

Dos rasgos importantes que caracterizan a la forma en que el trumpismo asimila a la Doctrina Monroe tienen que ver, por un lado, con la institucionalización de la noción de la preservación de la paz y de la estabilidad a través del uso de la fuerza; que en sus expresiones más radicales también implica optar por el mantenimiento de la paz y de la estabilidad por medio de la guerra.

Y por el otro, con la relevancia que adquiere la apuesta por la guerra en contra del narcotráfico en la región como el marco contextual dentro del cual el supuesto Corolario Trump a la Doctrina Monroe asume su condición de posibilidad.

Y es que, en efecto, según lo apuntado por la propia Estrategia, por Trump mismo y por el Secretario de Guerra, Pete Hegseth, la situación política dominante en algunos Estados americanos es -a su entender- la de un conflicto armado (la de una guerra interna) ya sea entre el gobierno y la población que hace parte de la oposición al oficialismo, entre carteles de la droga, entre bandas de terroristas, entre cualquiera de estos dos y el gobierno o todas las anteriores juntas.

En estos mismos términos, de hecho, es en los que Trump lleva ya días calificando, por ejemplo, el clima político venezolano (aunque la realidad venezolana no pueda estar más lejos de una situación así).

Y si las circunstancias son asumidas como tales y enmarcadas de ese modo, no habría motivo para no esperar, en América, a que llegue el momento en el cual, apelando a la necesidad de intervenir en un conflicto armado en el continente (para contenerlo, desescalarlo y/o pacificarlo), el gobierno estadounidense no optase por desplegar sus fuerzas militares en América con mucha mayor impunidad de la que podría gozar si simplemente sigue apelando al fantasma del comunismo, del castrochavismo o del populismo de izquierda radical como causales de su intromisión en los asuntos internos de los Estados americanos.

Es decir, claramente Estados Unidos y el trumpismo (sobre todo este último) no necesitan de un pretexto para imponer sus intereses en la región. Sin duda tienen la fuerza y la arrogancia suficientes como para hacerlo.

Sin embargo, a pesar de que el recurso a la fuerza es su principal opción (junto con las presiones comerciales), encubrirla con el manto del combate armado al narcotráfico (que en estricto sentido no es política de autoría intelectual trumpista) les permite, por lo menos, salvar la posibilidad de construir un consenso político, ideológico y cultural en una región que, en efecto, lleva décadas lidiando con el trasiego de drogas, con actividades derivadas (como la renta de piso) y adyacentes al narcotráfico (como el tráfico ilegal de materias primas y personas) y, sobre todo, con la violencia a la que recurren muchas de las organizaciones criminales implicadas en estos delitos para sobrevivir, reproducirse e imponerse.

Es altamente probable, a propósito de ello, que, en principio, con todo y nueva Estrategia de Seguridad Nacional y su flamante Corolario Trump a la Doctrina Monroe, Estados Unidos no opte por llevar a cabo una invasión militar de ningún territorio americano a la manera en que procedió con la invasión de Cuba, en abril de 1961; con la de Granada, en octubre de 1983 o con la de Panamá, en diciembre de 1989.

Pero no, por supuesto, porque opciones como esas no se hallen en el horizonte de sus alternativas. Más bien, por lo menos en los meses por venir, ahí en donde las presiones económicas, políticas y diplomáticas no surtan efecto para alinear a la región con sus intereses, Estados Unidos podría recurrir al uso de la fuerza con agresiones militares mucho más puntuales y que, en última instancia, no supongan el riesgo de una escalada militar súbita y, mucho menos, un costoso y desgastante compromiso militar estadounidense en la región a largo plazo.

Y es que, a pesar del renovado belicismo profesado por las élites políticas estadounidenses bajo el trumpismo, no debe obviarse que una guerra abierta y de desgaste (prolongada) en América, además de drenar recursos que el complejo militar estadounidense podría emplear en otras áreas de análoga prioridad (como el Sudeste Asiático en la contención de China o Europa Occidental, so pretexto de detener el Gran Remplazo que el conspiracionismo trumpista ve en la decadente civilización europea), también abre la posibilidad de verdaderamente desestabilizar a una región que, lo quiera aceptar el trumpismo o no, a pesar de las divergencias políticas y de los desencuentros ideológicos con las izquierdas regionales, es, hoy por hoy, una de las regiones más políticamente estables y económicamente rentables para los intereses estadounidenses.

La guerra abierta y directa, en esta línea de ideas, es verdad que vuelve a ser una opción tangible para Estados Unidos en el despliegue de sus intereses en América (como lo fue en los siglos XIX y XX), sin embargo, no borra de un plumazo a otras tácticas igual de efectivas y mucho menos riesgosas y costosas (golpes de Estado, bloqueos comerciales y militares, ataques armados puntuales, etc.).

Ahora bien, ¿qué esperar, dicho lo anterior, de China y de los Estados americanos ante esta nueva arremetida del trumpismo en la región? En tanto que la presencia de China en América es el principal desafío al que el Corolario Trump pretende hacer frente, es claro que de las élites políticas y empresariales chinas se pueden esperar mayores presiones en la región con la intencionalidad de mitigar o bloquear, hasta donde les sea posible, un realineamiento de intereses americanos en favor de Estados Unidos.

Después de todo, cuando el Corolario Trump a la Doctrina Monroe y la Estrategia de Seguridad Nacional de su gobierno señalan como prioridad el reposicionamiento estadounidense en el control de los activos estratégicos de la región lo que no se debería de perder de vista en esas declaraciones es que ni el trumpismo ni las élites estadounidenses se están refiriendo sólo al control de los recursos naturales de la región (como el petróleo, el gas, el litio y las tierras raras de las que en muchos casos América tiene las segundas y terceras reservas probadas más grandes del mundo después de China).

Por lo contrario, ahí, en esas declaraciones también se está apostando por el control de mercados de destino de mercancías y, por supuesto, por el control de infraestructura crítica para las cadenas globales de suministro (puertos, vías férreas y carreteras, centrales eléctricas, plantas de refinamiento de petróleo y de licuefacción de gas o de procesamiento de minerales, etc.).  

Ahí en donde los Estados americanos hayan construido una dependencia estructural profunda con China a lo largo de los últimos veinticinco años, por eso, los gobiernos y los pueblos de esos países se hallarán sometidos a fortísimas presiones por parte de ambas potencias, lo que sin duda redundará en el desencadenamiento de mayores grados de inestabilidad interna y hasta de precarización de la vida del grueso de la población.

Para las izquierdas del continente, un escenario así se podría traducir en una mayor propensión de parte de la población a optar por opciones políticas de extrema derecha como salvavidas de última instancia.

Para los Estados americanos gobernados por plataformas políticas de extrema derecha, por otro lado, el panorama tampoco pinta mejor de lo que lo hace ahí en donde es la izquierda la que gobierna.

Y es que, más allá de sus afinidades políticas e ideológicas con el trumpismo, un rasgo de estos gobiernos que no debe de obviarse es que, en muchos casos, son gobiernos de Estados cuyas economías mantienen profundos lazos de dependencia con china (Perú, Ecuador, Argentina, Chile, por ejemplo).

Además, como lo ha demostrado en incontables veces la historia de las relaciones bilaterales y multilaterales de Estados Unidos con la región, a pesar de su convergencia con la extrema derecha estadounidense, las extremas derechas americanas en muy contadas y puntuales ocasiones han operado en sus países como simples correas de transmisión de los intereses de los Estados Unidos hacia sus territorios.

Y es que, en el fondo, lo que se halla en juego ahí también es su propia supervivencia como élites (oligarquías) locales.

Cualquiera que sea el caso, de lo que no cabe duda es de que los años por venir serán muy difíciles para los pueblos de América. Las presiones geopolíticas que se pueden cernir sobre ellos, en tanto que el continente se consolida como espacio de disputa hegemónica, pueden ser severas e implacables.

Ahora mismo, particularmente, en un contexto en el que las extremas derechas amenazan con enseñorearse por toda la región, los procesos democráticos se hallarán, sin duda, en la principal línea de fugo del intervencionismo estadounidense y chino por igual.

*Ricardo Orozco, Internacionalista y Posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Grupo de Trabajo sobre Geopolítica, integración regional y sistema mundial del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).

Internacionales
2025-12-11T06:03:00

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