ARTES VISUALES

Los caminos del impresionismo y sus vueltas

05.04.2021

MONTEVIDEO (Uypress/Nelson Di Maggio*) - A cuatro años del 150º aniversario de la primera exposición de los impresionistas en el taller del fotógrafo Nadar, el 15 de abril de 1874, la más famosa, popular y admirada corriente artística de la historia del arte, coincide con el nacimiento de Vincent van Gogh, el 5 de abril.

El tiempo, en ese año, un verano de excepcional regularidad, creó el marco adecuado para visitar exposiciones y lugares específicos en toda Francia. El núcleo central y encandilante estuvo en el Gran Palais con 180 obras traídas de varios países para documentar, con admirable criterio selectivo e impecable montaje, los orígenes del movimiento impresionista desde 1859 a 1869. Fueron años de trabajo emprendido por los responsables del Musée d'Orsay y el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, donde se instalará la muestra en setiembre, aunque con 20 cuadros menos, entre ellos, El almuerzo campestre de Manet, por una reglamentación que prohíbe el préstamo. En contrapartida, el Metropolitan exhibirá en exclusividad 15 telas. Los acervos del Marmottan y la Orangerie, con sus inigualables salas ovales íntegramente ocupadas por el gigantismo cromático de Los nenúfares, la parábola máxima del arte de pintar, completan el panorama impresionista en la capital francesa. Pero desde las estaciones del metro y en las calles, los afiches llamaban la atención hacia otros suculentos atractivos.

El impresionismo fue el arte francés por antonomasia. Un arte ciudadano, del París del último cuarto del siglo xix, aunque la mayoría de los temas preferidos fueran paisajes. Expresó en el fraccionamiento de la pincelada y la división tonal los cambios socioculturales de la época, el febril dinamismo de la creciente industrialización y la prosperidad económica, aunque muchos de los pintores de la felicidad del vivir conocieron la miseria y murieron derrotados por ella.

París ya no es lo que era entonces. Pero los barrios frecuentados por los impresionistas Pigalle, Clichy, Montmartre aún conservan algunos rasgos reconocibles. El Café Guerbois donde se reunían se convirtió en supermercado y el cabaret del Pére Lathuille, al lado, fue sustituido por una insulsa construcción de los años cuarenta de tres pisos donde funcionan un cine y una cafetería. Se mantiene, en cambio, el taller de Manet en la calle Saint-Pétersbourg, como se llamó entonces y volvió a denominarse hace poco, aunque todavía la placa del nomenclátor lleva el nombre de Leningrado. Milagrosamente intacta, la casa de Sisley, en el inesperado remanso de la Ciudad de las Flores, una avenida interior con pequeños jardines que se abre en la esquina de la avenida de Clichy y Guy Môquet. La casa de Renoir en la calle Saint-Georges subsiste intacta, aunque nada indica su pasaje. En cambio, en el mismo edificio, tres placas recuerdan la estancia del general San Martín entre 1835 y 1841. Cerca, en la calle Frochot no quedan rastros del taller de Toulouse-Lautrec, aunque todo su recorrido alude perversamente a su existencia en la proliferación de comercios sex-shop. En la calle La Rochefoucauld permanece el café frecuentado por Degas, curiosamente bautizado con el nombre de La Joconde, si es que todavía subsiste. Caminando hacia Montmartre está la célebre calle Lepic y el número 54, donde vivió Van Gogh entre 1886 y 1888, así como los desvaídos encantos del Moulin de la Galette. El taller de Nadar, lugar de la primera exposición de los impresionistas, en el boulevard des Capucines, está magníficamente conservado, mientras que la casa natal de Manet en la calle Bonaparte lo ocupa la Escuela Nacional de Bellas Artes, modificada en su estructura inicial.

Si todos los pintores impresionistas vivieron en París, especialmente durante su juventud, la mayoría, salvo Manet, Toulouse-Lautrec y Degas se mudaron a los alrededores de la capital o se instalaron definitivamente en la Normandía (Monet, en Giverny; Pissarro, en Pontoise) y en la Provenza (Cézanne, en Aix). Inmortalizaron rincones de Argenteuil, hoy con un paisaje deteriorado, pero manteniendo la casa que vivió Manet, justo al lado de la de Carlos Marx, en la calle que lleva hoy el nombre del autor de El capital, dos lujosos palacetes de la alta burguesía. Después hay que seguir el curso del río Sena hasta su desembocadura en El Havre. En las islas que proliferan, se mantiene el restaurante Fournaise en Chatou, muy apto para turistas; desaparecieron los apostaderos flotantes de la Grenouillère, donde Monet y Manet tenían sus barco-talleres al igual que en Argenteuil, pero en cambio se reconoce inmediatamente la geografía de Bougival y las esclusas, la mansedumbre del río atravesado por barcos silenciosos, los escarpados caminos de Louveciennes donde en la ruta a Versalles se distingue la casa que habitó Pissarro, cerca del acueducto de Marly. Eran los lugares preferidos por las clases modestas en sus paseos dominicales. Ya nadie los visita. Pero allí se pintaron algunas de las obras maestras del impresionismo, entre 1868 y 1874.

Antes de los impresionistas, fueron los románticos que descubrieron las costas normandas. El primero fue el inglés Bonington a instalarse en El Havre, seguido de Eugène Isabey, Paul Huet y Corot. En la zona portuaria, en la magnífica Honfleur, con sus casas típicas de vigas de madera, nació Boudin, el antecedente más notorio del impresionismo, el pintor de playas y nubes, con la granja Saint Simeon, hoy convertida en un lujoso hotel. Por ahí estuvieron Courbet y Baudelaire, el belga Jongkind y Monet registró inolvidablemente la Rue la Bavolle en 1866, o la fachada de la iglesia Santa Catalina. Ciudad pequeña y hermosa, Honfleur recibiría después a Othon Friesz y Raoul Dufy, que le darían nuevo prestigio, y también el músico Erik Satie. Pero es la ciudad de Ruan que deslumbra. Las modificaciones de la luz sobre la piedra, en diferentes horas del día, estaban soberbiamente presentadas en la sala de exposiciones temporarias de un museo que se cuenta entre los más importantes de Francia. Las tres casas desde donde pintó Monet subsisten, alteradas en su estructura y es interesante colocarse desde el punto de vista del artista, en horas distintas, para entender su peculiar transposición plástica, la luz real que lo rodeó y el contexto urbano en que vivió. Pero también Pissarro pintó mucho en Ruan, aunque la mayoría de esa producción está en Estados Unidos y es escasamente conocida en Europa.

También en la Normandía están los jardines de Giverny y la casa de Monet, esa naturaleza inventada con su paleta que es una obra maestra de la jardinería de todos los tiempos. En Pontoise, residencia de Pissarro, un homenaje a Anna y Eugène Boch, esos hermanos pintores que protegieron a los impresionistas y especialmente ella que compró el único cuadro a Van Gogh, poco antes de morir en 1890. Cerca, Auvers-sur-Oise, con la taberna Ravoux,  Convertido en un centro cultural por un fanático del genial holandés, el lugar es, desde hace dos años, espléndido y acogedor, donde se venera su memoria sin concesiones al turismo. Toda la pequeña ciudad recuerda a los pintores que por allí pasaron: Daubigny, con su gran taller con decoraciones murales de Corot, Cézanne, Pissarro. Pero es sobre todo la ciudad de Van Gogh. Con la iglesia, los trigales, los caminos todavía sinuosos de tierra, donde se colocan reproducciones de sus cuadros para verificar la inspiración creadora. Es posible, siguiendo los consejos del señor Veron, un músico y pintor lugareño de 80 años (ocasional encuentro de quien escribe), que acepta ser por un par de horas el guía ideal de un visitante extranjero, registrar la casa de Guimard, el ingeniero del art nouveau. Todavía se pueden ver en el diminuto y ascético cementerio local las tumbas iguales de Vincent y Theo, sencillas, con un ciprés cercano. Todo pertenece a la memoria colectiva del arte y es emocionante ese reencuentro a través del tiempo. Como es en la Provenza enfrentarse a la montaña Santa Victoria, pintada por Cézanne infinitas veces hasta descubrir el sentido último de la existencia. Aix es la ciudad de Cézanne, donde hay placas de bronce en las aceras que recuerdan el recorrido del artista hacia los diferentes lugares que frecuentó (los cafés, la iglesia, los talleres, los lugares preferidos para pintar en Bibémus, Jas de Bouffan, Tholonet). De la misma manera que Arles y Saint-Rémy pertenecen a Van Gogh, aunque de la Casa Amarilla quede muy poco (ni siquiera el color) y parcialmente se pueda reconstruir el puente Langlois, los Alyscamps y el hospital en que fue atendido cuando se cortó la oreja.

Después de superar un período de crisis en Saint Rémy, en la Provenza, Vincent van Gogh se instaló el 20 de mayo de 1890 en Auvers-sur-Oise, una aldea situada a 35 kilómetros al norte de París. Frecuentada por los pintores impresionistas -Renoir, Monet, Cézanne y Pisarro, que vivía cerca, en Pontoise-, fue sin embargo el paisajista Daubigny el primero en radicarse en una espléndida casa-taller que sería decorada nada menos que por Corot. Todavía hoy  (nota publicada en 1994) Auvers-sur-Oise mantiene el encanto provinciano del siglo pasado, escasamente mancillado por el turismo, con calles estrechas, caminos serpenteantes y empinados solo aptos para caminantes empedernidos y las cercanías de campos de trigo donde a Van Gogh se le ocurrió suicidarse una tarde de verano.

Auvers-sur-Oise es una de las aldeas más universales en la pintura. Es, por esencia, la aldea de Van Gogh que la celebrizó en sus trigales, su castillo, sus jardines y, especialmente, la iglesia románico-gótica, una de las obras maestras de las 70 que ejecutó en esos últimos meses de vida de enorme fecundidad. La fama se ensanchó con dos cuadros de Cézanne, no menos conocidos, ambos fechados en 1873: La casa del doctor Gachet y La casa del ahorcado (La Maison du Pendu), una denominación poco feliz derivada del nombre del propietario.

La terrible experiencia del asilo en Saint-Rémy hizo que Van Gogh insistiera ante su hermano Theo para que lo alojara en su apartamento de París. Las circunstancias no eran favorables para recibirlo: el nacimiento de un sobrino y el ritmo agitado de la ciudad constituían obstáculos para la estabilidad emocional de Vincent. Theo le escribió a Pisarro para que lo hospedara en su casa de Eragny, pero, instigado por su mujer que temía la presencia de un enfermo mental como perjudicial para los niños, rechazó el pedido, aunque sugirió al doctor Gachet como susceptible de ayudarlo. La idea pareció excelente. Vincent van Gogh se dirigió a Auvers-sur-Oise y se instaló en el café Ravoux, en el último piso, en un cuarto amansardado muy pequeño donde cabía apenas la cama, una cómoda y la palangana.

El café Ravoux era una vieja y modesta construcción enfrente a la municipalidad. Algunas mesas de madera y un mostrador de estaño, pinturas murales ingenuas en las paredes conformaban el ambiente donde los obreros y lugareños iban a tomar un vaso de vino y de ajenjo por la tarde. La parte de atrás y superior servía de alojamiento a los artistas. Van Gogh visitaba, casi secretamente, al doctor Gachet. La primera vez que lo vio le produjo «la impresión de ser bastante excéntrico, pero su experiencia de doctor debe mantenerlo en equilibrio combatiendo el mal nervioso del que por cierto me parece atacado al menos tan grave como yo -escribió a su hermano Theo-. Creo que de ninguna manera hay que contar con el doctor Gachet. En primer lugar, está más enfermo que yo, según me pareció, o digamos, tanto como yo. Ahora bien, cuando un ciego conduce a otro ciego, ¿no se caerán los dos en el pozo?» Esa implacable radiografía, hecha con extrema lucidez y concisión, revela el perfecto dominio de la situación del pintor, que en un par de meses produjo sus mejores telas, a un ritmo de una por día. Los jardines de la casa de Daubigny, los trigales con sus bandadas de cuervos y los alrededores hasta el castillo eran sus lugares preferidos. Los recreó, así como los retratos del doctor Gachet, quien le enseñó la técnica del grabado, de su hija, a quien parece cortejó, de la familia Ravoux. El pueblito se conserva como entonces. El café Ravoux fue refaccionado y reinaugurado el 17 de setiembre de 1993, lo que permitió la recuperación de un patrimonio histórico. Adquirido por Dominique-Charles Janssens, un flamenco de 45 años que tuvo un accidente automovilístico delante del café y resolvió convertirlo en un centro cultural. Lo consiguió. En la actualidad constituye una impecable demostración de recuperación urbanístico-arquitectónica, bajo la dirección de Bernard Schoebel, que ya había restaurado los museos de Chagall en Niza y de Picasso en Vallauris. No era fácil tarea. La modestia de la construcción del café Ravoux amenazaba su extinción. Muchos elementos fueron conservados y otros cuidadosamente reconstruidos por artesanos especializados, apoyándose en estudios históricos que permitieron conservar la fachada original. El apoyo gubernamental y el aporte privado confluyeron para hacer del lugar un centro de atracción. No para multitudes: no se aceptan más de cinco visitantes a la vez, ya que las dimensiones son muy exiguas y no entran en el cuarto de Van Gogh ni en el de al lado, donde vivió otro pintor holandés, Anton Hirschig, que asistió a Vincent en los últimos momentos, pero la historia del arte se niega a registrarlo. Hay un restaurante para 40 personas con todos los detalles epocales: las cortinas blancas tejidas a mano de las ventanas, los platos con la letra de Van Gogh, la comida regional y un ambiente familiar de refinamiento y cordialidad. El cuarto donde vivió y murió Van Gogh conserva la pátina del tiempo, austero y sombrío, la escalera es auténtica y hay un audiovisual excelente sobre la obra del genio, que se prolonga en una librería y en una Casa de los Amigos de Van Gogh que tienen su llave propia previa oblación de 100 dólares, lo que cuesta la afiliación a la que cualquiera puede acceder. La comida es excelente y económica; se siente un respeto por la tradición, pero sin encorsetarla en rígidos moldes o condicionamientos. Fue allí que, en 1956, Vincente Minnelli filmó la vida de Van Gogh interpretada por Kirk Douglas y Anthony Quinn en el papel de Gauguin, la primera de cuatro versiones (Robert Altman lo hará con Tim Roth y Paul Rhys; Kurosawa con Martin Scorsese; Maurice Pialat con Jacques Dutronc, y el australiano Paul Cox en versión subjetiva sobre su itinerario físico comentado por la voz de John Hurt y textos sacados de las cartas de Van Gogh). Mucho mejor que en Arles, donde la Casa Amarilla fue destruida por un bombardeo en la última guerra y feamente transformada en un hotel de ínfima categoría o el Hôtel-Dieu, antiguo hospital donde fue asistido cuando se cortó la oreja, hoy un centro cultural subsistiendo vestigios de los puentes de Trinquetaille y Langlois, las ruinas romanas de Alyscamps y el asilo de Saint-Paul de Mausole donde se refugió voluntariamente en su más grave crisis.

El domingo 27 de junio de 1890 Van Gogh había almorzado con la familia Ravoux, y por la tarde, salió a pasear. Se pegó un tiro en el pecho en el patio de una granja. Nadie fue testigo. Volvió a su casa y se acostó. No bajó a cenar y eso inquietó a los Ravoux, que subieron a su cuarto y lo encontraron agonizando. Los dos médicos que lo atendieron, uno el doctor Gachet, lo dejaron así durante 30 horas, mientras fumaba una pipa. La bala no había afectado ningún órgano esencial y sin embargo no atinaron a llevárselo hasta el hospital cercano de Pontoise.

No se sabe, a pesar de minuciosas investigaciones, por qué oscuras razones no tuvo la asistencia adecuada, como si todos, incluso su hermano Theo que vino a último momento, aceptaran la fatalidad del desenlace, como si secretamente lo desearan como una liberación última de las angustias de Van Gogh. (Artículo a publicar en mi próximo libro).

 

* Nelson Di Maggio.  Critico de Arte y Curador de Exposiciones.

Cultura
2021-04-05T06:25:00

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