Memorias del viaje a la selva Lacandona en busca de los zapatistas (1° Parte)

Carlos A. Gadea

12.01.2020

Luego de más de veinte horas de viaje en ómnibus desde la ciudad de México, llego, finalmente, a San Cristóbal de las Casas, localizada en la región alta y central del sureño estado de Chiapas, muy cerca de la frontera con Guatemala.

Era el mes de octubre del año de 1998, y llegaba con la intención de visitar La Realidad, un mítico "centro de resistencia" del movimiento político armado conocido como Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), ubicado en el municipio de Las Margaritas, uno de los que se había alzado en armas contra el gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari el 1° de enero de 1994 (junto a los municipios de San Cristóbal de las Casas, Ocosingo y Altamirano).

La Realidad se encontraba en la misma selva Lacandona, lo que significaba que, posteriormente, tendría que trasladarme al cabo de varias horas por carreteras y caminos de tierra de muy desconocida y variable geografía. Es que la dependencia con los avatares climáticos sería un aspecto central en aquellos momentos. Una lluvia prolongada o tormentas poco previstas podrían ocasionar caídas de puentes, inundaciones u otros accidentes que harían que cualquier plan bien estructurado quedase en la nada. Pero nada de esto sabía al llegar en aquél mediodía a San Cristóbal de las Casas. Cansado, fui a buscar una posada para alojarme y, luego de comer algo, a recorrer esta ciudad de evidentes contrastes coloniales, como congelada en los siglos del dominio español. En realidad, quería pasar por la puerta de la casa a la que tenía que concurrir para entrevistarme con Carmen, una representante de la organización Enlace Civil, el contacto para mi eventual viaje a la selva Lacandona en busca de los zapatistas. Quería pasar por la puerta pensando que, al otro día, y ya descansado, sí tendría condiciones de acudir al encuentro. Sin embargo, las cosas no saldrían como lo había pensado. Al pararme a la puerta, una persona la abriría rápidamente, indagándome sobre lo que "estaba queriendo" allí. Por segundos no atiné responder nada. Desde ese instante, todo se me iría a presentar como una serie de situaciones un tanto ingobernables, sin poder advertir con claridad un previo guion que las pudiese ordenar de alguna manera.

Traía dentro de la media, presionado entre mi pie y la bota, el papelito con la dirección de la tal organización Enlace Civil y el nombre y teléfono de "mi contacto" para visitar el "territorio zapatista". Creía esa actitud de reserva y cuidado bastante desmedida, pero había sido una sugerencia de un anterior contacto, el que me había dado el de Carmen, un profesor de economía de la UNAM (me reservo su nombre), que ofició durante años como asesor de los zapatistas y que conocía personalmente al Subcomandante Marcos, figura emblemática del EZLN. A este profesor lo visité en su casa muy cercana de la estación del metro Indios Verdes de la ciudad de México. De fuera parecía una casa pequeña, normal, pero al hacerme pasar me deparé que "era un mundo" de personas que caminaban de un lado para el otro, con mapas tirados en el piso, grupos de personas conversando, muchos de ellos indígenas (y vestidos como tales). Sentados en un sillón conversamos por casi una hora. Le expliqué mi intención de viajar a La Realidad, sobre mi tesis de maestría en Sociología. Le conté que se trataba de una investigación de campo que pretendía realizar con las "comunidades de apoyo" zapatistas, y que si se daba la posibilidad de entrevistar a alguno de la comandancia del EZLN o al propio Subcomandante Marcos estaría de maravilla. Sabía que en La Realidad la posibilidad de encontrarse con ellos no era una utopía; sabía de relatos que mencionaban la presencia de Marcos y algunos de los comandantes durante las noches en La Realidad. Le conté, también, que esa investigación daría forma a mi reflexión sobre las acciones colectivas de fines del siglo XX, y que el caso de los zapatistas de Chiapas me parecía muy novedoso. Desde el año 1994, cuando apareció públicamente el EZLN, me venía convenciendo de ser un sujeto/objeto de análisis interesante y curioso, ya sea por el uso de pasamontañas en todos sus integrantes, el rostro oculto y el juego de máscaras, su supuesta identidad indígena, su extemporaneidad, un supuesto líder que era blanco y que hablaba varios idiomas y que vivía desde 1983 en la selva. Igualmente no fue fácil convencer al profesor-economista para que me diese el "salvoconducto" o contacto en Chiapas. Decía que era peligroso. Que muchos extranjeros habían sido expulsados durante 1997 y 1998 de los "territorios zapatistas" por parte del ejército. Insistí. Salí de allí con el contacto de Carmen y varias sugerencias y recomendaciones. También con 3 libros sobre la historia y economía de Chiapas. Recuerdo muy bien que llovía a mares al salir de su casa y no veía la hora de llegar a la zona de Copilco, a la casa de la familia Bernal, donde me estaba alojando, familia que me posibilitó su contacto una persona que dio inicio a todo este itinerario, mi amiga y profesora de Historia de las épocas del IPA, Selva López Chirico.

Una tarde en su casa, Selva parecía tener todo muy planeado: - vas a México y te alojas en la casa de la familia Bernal, y aquí tienes el contacto de mi amiga, la profesora Teresinha Bertucci, de la Universidad Pedagógica Nacional. Y así fue. Fui a casa de los Bernal en la colonia Copilco, y luego visité a la profesora Bertucci, que vivía en Tlalpan, al suroeste de la ciudad de México. Fue ella la que me había dado el contacto del profesor-economista de la UNAM, que luego me daría el contacto de Carmen, de Enlace Civil. Después vine a saber, por la propia Selva, que Teresinha Bertucci había sido esposa del conocido sociólogo ecuatoriano Agustín Cueva, algunos años atrás.

Pero estaba contando que abrieron la puerta rápidamente y me había quedado sin acción, aunque, sin calcularlo, minutos después me vi sentado conversando frente a frente con la mismísima Carmen en su oficina. Era de poco conversar. Le mostré el papelito que me había dado el profesor-economista como forma de identificarme. Segundos después comenzó a decirme que prefería enviarme junto a otros extranjeros como "escudo humanitario" a otro "centro de resistencia", no a La Realidad, ya que allí las cosas estaban peligrosas e, inclusive, ya habían extranjeros suficientes. En el cálculo de Carmen, era mejor ubicar extranjeros en "territorios zapatistas" menos atractivos y, por consecuencia, con menos extranjeros. Es que era muy importante la función de los extranjeros en esos lugares. Ya estando en La Realidad, recuerdo que una vez por semana se producían patrullajes terrestres del ejército mexicano en jeeps y camionetas, algo que realizaban a través de una calle de tierra que atravesaba el mismo "territorio zapatista" en dos. Ante esto, los extranjeros debían salir directamente y hacerse visibles a las miradas de los soldados, y si fuera posible sacarles fotos o filmarlos. Se presumía que con la presencia de italianos, españoles, canadienses, y hasta de algún uruguayo perdido, los militares seguirían paso y no hostilizarían a la "comunidad de apoyo". Ya es oportuno comentar que "comunidad de apoyo" es aquel grupo de familias (en su mayoría integrada por mujeres, jóvenes y niños) que dan soporte material y logístico al EZLN (alimentos, pilas para linternas, botas, repelentes) porque, por lo general, algún miembro de la familia formaba parte de él y estaba viviendo en la selva, a algunos kilómetros de distancia. El relato torna oportuno aclarar, ahora, que durante los nueve días que estuve en La Realidad, una única vez vi pasar camionetas del ejército. Fue en una mañana nublada, como casi todas, aunque aquella antecedería a mi primer baño (tomé dos, únicamente) en el pequeño arroyo. Los militares pasaron muy rápidamente. No había dado tiempo a nada.

 

Carmen terminó aceptando mi pedido de ir a la selva Lacandona. Me pasó una hoja con una lista de cosas que debía comprar para llevar y de recomendaciones de otras que no debía usar o llevar. "Prohibido usar ropa tipo militar (color verde)". "Prohibido llevar drogas y bebidas alcohólicas". A estas medidas las pude comprender mejor ya estando en La Realidad. Pensé que se tratase de alguna prevención ante la policía o algo así, pero no. Se trataba de una reivindicación muy legítima de las mujeres zapatistas para que en las comunidades se evitase, en lo posible, la violencia doméstica. Las bebidas alcohólicas y la violencia de algunos hombres, según ellas, componían un binomio fatal. En la lista también constaban objetos y comidas que debería llevar: linterna, repelente, una red para dormir, frutas, embutidos, arroz, azúcar, entre otras cosas. Mientras leo, Carmen me trae un carnet con el logotipo de la organización Enlace Civil y me solicita que complete las informaciones con mi nombre, edad, nacionalidad. Me saca una foto 3x4 instantánea y la pega en el carnet. Me lo da y me dice: - este carnet es tu identificación. Lo guardas bien y lo llevas contigo hasta La Realidad. Solo entrarás si lo presentas. Llévalo dentro de la media (otra vez!, pienso yo). Ve al mercado y compras lo que necesitas. A las cinco de la madrugada del día de mañana mismo párate en la esquina de la posada que te alojas (creo que se llamaba "Adrianita", con paredes de color naranja), porque una camioneta va a pasar a buscarte para llevarte. El chofer se llama Hugo. Mucha suerte y cuídate.

Eran las 9 de la noche y ya había comprado lo que decía la lista. Tenía todo pronto. Quise llamar a mi familia en Montevideo como forma de avisar que podría estar incomunicado por varios días y que estaba yendo a La Realidad. A las cinco de la madrugada estaba en la esquina acordada. De lejos escucho venir a la camioneta de Hugo. Para a mi frente, me pregunta el nombre, me saluda, y órale pues! A las cinco cuadras, aproximadamente, recogimos a una pareja de veteranos catalanes, que cargaban unas cajas no muy grandes, y que Hugo muy adecuadamente guardó en la parte de atrás de la camioneta. Estaban llevando material quirúrgico a La Realidad; era lo que decían. Al cabo de algunos minutos, amanece lentamente, y los colores de los Altos de Chiapas comienzan a despuntar frente a nosotros.

 

Como tres horas después paramos en una localidad llamada San José, casi en la entrada de la selva Lacandona. Se trataba de otra "comunidad de apoyo" o "centro de resistencia" zapatista. Nos reciben dos jóvenes profesoras de la escuela de la comunidad: una joven era del País Vasco, la otra italiana, hablando un perfecto español. Comimos algo y seguimos viaje. No recuerdo bien cuantas horas más faltaban para llegar a La Realidad, aunque sí recuerdo que casi llegando, en medio de un camino de tierra que todos llamaban carretera, comenzamos todos a divisar jeeps militares y soldados armados. Hugo, el chofer, se había puesto muy nervioso y, consecuentemente, todos también comenzamos a preocuparnos. Rápidamente comenzó a darnos indicaciones que casi no escuché, pero que en grandes líneas entendí que había que hacerse pasar por simples turistas que íbamos a unas cañadas (o algo así) muy próximas de allí o a una pequeña ciudad que quedaba pasando La Realidad, a la que se accedía atravesando un puente de madera que a veces estaba en obras o intransitable. Luego fui a entender que se trataba de la Laguna Miramar, en los Montes Azules, una reserva ecológica muy visitada.

Ni treinta segundos demoramos en estar frente a frente con los militares. El calor agobiante del sol del mediodía se hacía notar. Los soldados, indígenas todos, de baja estatura, transpiraban dentro de sus gruesos y desmesurados uniformes verdes. Bajamos de la camioneta. Tres soldados fueron del lado de la puerta de los catalanes. Otro vino hacia el otro lado, donde yo estaba, pidiéndonos para bajar y mostrarles los documentos. A Hugo y a su compañero copiloto, un jovencito indígena que no recuerdo el nombre, ni los vi. Percibí que, estratégicamente, los soldados nos habían separado. Mientras me preguntaban hacia dónde nos dirigíamos, preguntaban lo mismo a la pareja de catalanes. Respondí que a la laguna que Hugo nos había indicado, refiriéndome a ella sin la debida pomposidad que debería haberlo hecho. Me devuelve el pasaporte y el soldado me deja boyando parado al lado de la camioneta. Veo que la inspeccionan sin mucha dedicación. Ven las mochilas y las cajas. Aparece Hugo y su copiloto. Luego los catalanes. Entramos en la camioneta y seguimos viaje. "Zafamos", me dije.

A los minutos Hugo comenta que los militares le habían dicho que el puente de madera que se atraviesa para ir a la Laguna Miramar estaba inutilizado por las lluvias recientes. Se había, literalmente, caído, y no creían que estuviese ya arreglado y en condiciones de atravesarlo. Esto quería decir que si no regresábamos en algunas horas y pasábamos nuevamente por aquel retén militar era porque nos habíamos quedado en otro lugar, y ese "otro lugar" solo podría ser La Realidad, a una hora de allí, con los zapatistas. La duda de quedarme o no me mantuvo nervioso apenas llegamos a destino, como a la una de la tarde, con hambre y muy cansado. Mostramos nuestras identificaciones y nos invitaron con quesadillas. Luego me llevaron a la construcción de madera y techo de zinc donde residía el "Campamento Civil por la Paz", donde se alojaban los extranjeros. Me designaron un lugar para colgar la red de dormir y como manera de ir haciendo sociabilidad comencé a sacar de la mochila las comidas que había traído para usufructo colectivo, convertidas en manjares en aquella situación. Hugo me llama y me pregunta: - ¿tú te quedas o te vienes conmigo a San Cristóbal? No sé, le respondo. Me dice que si no regreso los militares pueden deducir que yo me quedé en La Realidad, y que él y la pareja de catalanes se vuelven de inmediato, antes de que se hiciera la noche. Miré alrededor, pensé en todo lo que había sucedido para poder llegar allí y no dudé más. Me quedo, le dije.

 

Regresé al "Campamento Civil por la Paz" y comencé a conversar con los que allí estaban hacía tiempo. Había cuatro extranjeros (dos españoles, una norteamericana y una italiana) y un mexicano de la ciudad de México. Pero fue con los jóvenes y mujeres indígenas con los que más conviví en aquellos largos nueve días. Algunas veces surgían partidos de básquet, hasta que los niños invadían la cancha y había que terminar el juego. Recuerdo que un día, al saltar, me picó una avispa en la mano, que se me hinchó por dos días. Durante mi estadía, no vi a ningún comandante ni al Subcomandante Marcos. No parecían tiempos prósperos para aparecerse por La Realidad. Sí vería, entre una espesa niebla, a miembros del EZLN en Oventic, en los Altos de Chiapas, en el día que se realizó los festejos de los quince años del EZLN, el 17 de noviembre.

 

Una mañana, Hugo aparecería con su camioneta nuevamente por La Realidad. Lo fui a saludar y conversamos. Me dijo que tenía lugar en su camioneta por si quería volverme con él a San Cristóbal de Las Casas. Acepté la invitación. Llegamos a las diez de la noche, sin pasar por ningún retén militar. De hecho, si nos encontrábamos con el mismo del momento de mi llegada, no tenía muy claro que diría si me preguntaban dónde me había quedado. Apostaba a que no estuvieran o a que no se acordaran; en realidad, mucho más a esta última posibilidad. De todas maneras, según Hugo, los militares nos habían mentido. El puente aquél sí estaba transitable y en buenas condiciones. De inmediato fui uniendo datos que confirmarían esta información: cuando vi las camionetas militares pasar por única vez por la comunidad no se los vio regresar, algo que tendrían que haberlo hecho si el puente se había caído. Aunque, también, se podrían haber quedado en algún paraje improvisado; cosas que iba pensando. Igual, Hugo ya tenía en la punta de la lengua la respuesta que había que darles: que venía de la Laguna Miramar.

 

Llegados a San Cristóbal me despedí de Hugo y de los demás que venían en la camioneta: su copiloto y dos hombres de unos sesenta años, indígenas, que habían subido en Las Margaritas. La posada que había estado anteriormente estaba cerrada, por lo que me dirigí a tocar el timbre. Una señora vino y me abrió la puerta. Me quedaría en San Cristóbal de Las Casas por unos quince días más. Al otro día, al levantarme, los diferentes ruidos en la posada me parecían como fuera de contexto. El silencio húmedo de La Lacandona había quedado atrás, llevándome a pensar una primera cosa: que era aquel silencio un gran cómplice de aquellos enmascarados o "sin rostro" zapatistas, a los que el Subcomandante Marcos en una carta describe que "viven en la noche" y "morirán en ella".

 

 

Carlos A. Gadea

Doctor en Sociología. Profesor universitario en Brasil. Email: cgadea@unisinos.br

 

Autor del libro Acciones colectivas y modernidad global. El movimiento neozapatista, Ed. Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca, 2004.

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2020-01-12T21:37:00

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