Las máscaras del virus, una reflexión (más)

Iani Haniotis Curbelo

06.07.2020

Mucho se ha escrito y mucho se está escribiendo a diario sobre el Coronavirus Covid-19, especialmente desde que se declarara pandemia en marzo de este año.

 

Los pronósticos indican que se seguirán produciendo, como suele decirse, ríos de tinta sobre esta nueva forma de virus que afecta a la humanidad y las consecuencias que trae consigo. No es para menos, cuando prácticamente todo el globo se ha visto, o se ve, afectado, y los gobiernos, bajo diferentes modalidades, han introducido tantos cambios para prevenir la propagación de la enfermedad que produce el virus, que muchos ya gustan hablar de una "nueva normalidad". 

Aquí, en esta reflexión que pretendo llevar adelante, se pondrá el énfasis en el ser humano en tanto individuo que conforma la sociedad como conjunto. Aspectos relacionados con esta última, así como con la relación orgánica que existe entre individuo y sociedad, dada la situación actual, serán tomados necesariamente en consideración. 

Las máscaras a las que hace referencia el título, tienen no tanto que ver con la máscara que ha pasado a conformar un ítem más de uso diario en la vida social, como con el hecho de que la aparición del virus a traído consigo una serie de interrogantes, cuyas respuestas parecen estar escondiéndose detrás de máscaras. Ante la falta de claridad en la información disponible en un tema que afecta a la salud, resulta normal que los primeros sentimientos en manifestarse sean los de inseguridad y miedo. 

En el manejo que se ha hecho y se viene haciendo en torno al virus puede verse otra serie de máscaras, unas que aparecen y otras que caen dejando al descubierto muchos aspectos de una sociedad que no estaba sana, algo que algunos ya sostenían y otros, más tímidamente, cuando menos sospechaban. 

Respetando una vieja tradición filosófica, más que dar una opinión o construir un texto sobre afirmaciones o intentando dar respuestas definitivas, veré de postular preguntas como forma de invitar e involucrar al/ a la lector/a en el proceso de reflexión y que pueda así desarrollar sus propias conclusiones. 

¿Tengo, o he tenido, Coronavirus? Esta es posiblemente una pregunta que muchos/as se han hecho ya y que muy probablemente muchos/as seguirán haciéndose toda la vida, en la medida en que el virus mantenga a la sociedad en estado de alerta. Con la información disponible hasta ahora, se sabe que en su grado más letal puede producir la muerte de quien se vea afectado/a. En su grado mínimo puede alguien verse afectado por el virus y ser declarado asintomático, esto es, portar el virus sin sufrir ningún problema, pero con la misma capacidad de contagio hacia los/las demás. Entre medio hay una gran escala de grises, desde síntomas leves a los más graves, aunque sin llegar a la muerte. La mención a que la pregunta puede permanecer indefinidamente en la conciencia de una persona no es menor, pues no se trata solamente de la posibilidad de haber tenido una enfermedad y haberla superado, con menores o mayores problemas, sino de la de haber contagiado a otras personas, de las cuales alguna puede haber muerto como consecuencia de un encuentro, por más mínimo o fortuito que este haya sido. ¿Qué peso produce esto de aquí en más sobre las conciencias de las personas? 

En lo que toca al contagio en sí, la pregunta parecer ser más ¿cómo y cuándo me he contagiado o, si esto no ha sucedido, cuándo me voy a contagiar? Si la pregunta mira a futuro, ¿estaré en el extremo asintomático o seré una víctima fatal? Por un lado se habla del periodo de incubación hasta que aparecen los primeros síntomas, los cuales pueden tomarse su tiempo. Esto supone una gran diferencia con la habitual seguridad con la que expresamos que, por ejemplo, nos hemos resfriado o engripado. Las personas que han estado cerca, así como todas las cosas que estas han tocado, se convierten en un universo sospechoso dentro de un lapso que se estima en unas dos semanas. Así, surge el miedo hacia el contacto con el entorno en su totalidad, o en su grado más mitigado, la incertidumbre. ¿Se convierte así el mundo y sus habitantes en una amenaza permanente que deposita la sospecha de forma indefinida? 

Como medidas habituales de prevención (según se ha sostenido, más que para eliminar la existencia del virus, para frenar la velocidad de su propagación), la más visible es el uso de máscaras (o mascarilla, o barbijo) que cubren boca y nariz. Dicho uso supone un hecho interesante en cuanto a cambio en los hábitos de lo que comúnmente llamamos Occidente, donde la exposición del rostro parecía ser tan imprescindible como exigible. Pero también introduce otro cambio en lo que se refiere a la relación con los/las demás. No se trata tanto de no contagiarse, puesto que la máscara no puede garantizarlo y muchas de las que están en uso (como las caseras) está claro que no lo hacen, como de no contagiar. Este giro supone, y en esto radica lo interesante, más que un sentido de protección, uno de responsabilidad hacia los demás. Dado que no se puede saber a ciencia cierta si se tiene el virus (o al menos no por cierto tiempo), el uso de máscara invita a un cuidado, a una preocupación en tanto portador/a, hacia el Otro (aquí con mayúscula en referencia a quien y/o a lo que no es Yo). El no cuidado o no preocupación, desde una perspectiva moral, deja en evidencia, esto es, deja caer la máscara, de las personas a quienes no parece interesarles que puedan estar contagiando a diestra y siniestra, algo que en algunos casos puede llegar a ser mortal. Desde una posición subjetiva, pero basada un poco en la experiencia de la observación, creo, y me animo a afirmar, que muchas personas tienen una confusión a este respecto al pensar que el uso de máscara tiene más que ver con la protección personal, y de ahí que muchas vean en la obligación de su uso (dependiendo del lugar donde se resida según en que ámbito, pero hasta ahora como mínimo en cualquier ambiente público cerrado) un ataque a su libertad individual, y por ende se rebelan frente a su uso. En cualquier caso, más allá de lo mencionado, por un lado, ¿hasta qué punto es efectivo el uso de máscara? ¿Por cuánto tiempo lo es y tras cuántas veces? ¿Cómo se puede hacer un uso adecuado de ella, si se pone para entrar a un negocio, se saca, y luego se vuelve a usar? Por otro lado, ¿qué sucede si he sido negligente a conciencia y descubro que he contraído el virus? ¿He contagiado a otras personas? Y en caso afirmativo, ¿a cuántas? ¿Qué siento o pienso cuando detecto esa negligencia en los/las otros/as? 

De forma similar puede suceder con los otros dos puntos en los que suele hacerse énfasis a la hora de la prevención. Uno es el de la distancia. ¿Cuál es la distancia adecuada? Actualmente el consenso dice unos 1,5 o 2 metros. Parece haber acuerdo en que el virus se contagia por vía aérea y su alcance caería dentro de ese radio y, asimismo, que queda depositado sobre la superficie de los objetos, aunque no parece estar del todo claro por cuánto tiempo. En ambos casos las condiciones del entorno y el tipo de superficie jugarían su rol. El otro punto es la higiene, especialmente de manos. Es una recomendación que debería darse por sobreentendida, pero al parecer para mucha gente es un invento del año 2020. Lavarse las manos con jabón y por un tiempo mínimo parece en muchos casos ser una olvidada lección básica de los tiempos de la niñez (como la de lavarse los dientes). El virus actual parece haber venido a recordarlo, y por más que existen otros peligros para la salud humana que pueden contagiarse por una higiene elemental no debidamente puesta en práctica, se lee y escucha con frecuencia que hay que lavarse las manos al entrar a casa, antes de comer, etc. No usábamos máscaras, pero ¿no sabíamos que teníamos que lavarnos las manos? Dejando un segundo el virus de lado: ¿por lo menos como decencia luego de visitar un aseo? 

En cuanto a lo que sí tiene que ver con el cuidado y la prevención personal propios y, en el caso de que esto tenga lugar, de las personas que habitan en la misma vivienda. ¿Cómo ir más allá de la prevención? Porque por más cuidados que se tomen (algo muy acuciante para todos quienes habitan con personas pertenecientes a los llamados "grupos de riesgo") nadie cuenta con una cabina de desinfección cuando llega a su casa. Es decir, no hay un espacio intermedio donde quien ingresa a su morada pueda eliminar totalmente el peligro de contagio. ¿Podemos imaginar una instalación así en la vivienda del futuro? ¿Se transformará el hogar, además de símbolo de la intimidad y la privacidad, en un espacio que, similar a un laboratorio, garantice, previo pasaje por la zona de esterilización, el resguardo frente a los peligros invisibles que se esconden fuera? 

Precisamente en lo relacionado con esto, vale la pena considerar por último el tema de la vivienda en sí. Dependiendo de la región o país en que cada persona vive puede hablarse de una puesta en práctica de cuarentena o de restricciones de algún tipo que afectan la vida fuera de casa. Si bien en todos los puntos anteriores se presupone una situación que como mínimo le permita a las personas poder llevar adelante las prácticas de cuidado y prevención (ya que supone la adquisición de máscaras, de gel higiénico, de jabón) es la vivienda un factor determinante en la vida y existencia de cualquier persona. Primero hay que considerar que la misma exista. Con esto me refiero a la parte de la sociedad que en general, y en particular en una situación como la que se vive actualmente, puede efectivamente aislarse. Del otro lado están esas personas identificadas como "sin techo", que independientemente de su número (algo que varía dependiendo de países y ciudades), ya habían sido víctimas de una caída dentro de la sociedad mucho más abajo de lo que se entiende por dignidad humana y por tanto ya eran víctimas desde antes. Si, por otra parte, se da la existencia de una vivienda como algo dado, también hay que pensar en el concepto de dignidad aplicado a los lugares destinados para vivir, es decir, a lo que comúnmente se considera vivienda digna. En un estado de cosas como el que se ha venido desarrollando de forma creciente, sobre todo a partir de marzo, dentro de un marco de gran incertidumbre con la instauración de una cuarentena (con mayor o menor grado de aplicación) por parte de los gobiernos, las personas pasaron a verse enfrentadas a una realidad sin salida en dimensiones de su existencia de tipo material y psicológica. De pronto salir no es posible y la vivienda oficia de resguardo, pero también puede revelarse como un oasis en el desierto o, en el otro extremo, como una cárcel. Un lugar que ahora se expone tal cual es y que, sin poder salir de él, se muestra sin máscara: ¿es adecuado para albergar a su(s) habitante(s)? ¿Son su tamaño general y el de sus ambientes suficientes? ¿Son apropiados para la salud los materiales con los que está construido? ¿Es eficaz y saludable su capacidad de ventilación? ¿Tiene espacios externos como, por ejemplo, un balcón, un patio o un jardín? ¿Es suficiente su luminosidad? Estas cuestiones, entre otras posibles, determinarán el nivel de bienestar de quien vive en ella. Al mismo tiempo cobra un rol importante el número de habitantes. ¿Cuenta la vivienda con espacio suficiente para las personas que alberga, pensando no únicamente en la vida en conjunto, sino respetando la necesidad de privacidad que cada uno/a pueda necesitar? 

La vivienda digna comienza por poder dar una respuesta positiva a este tipo de preguntas. Desde el lado de las personas, expone algo que tal vez no se muestre de forma tan manifiesta cuando los obligaciones diarias pueden tenerlas gran parte del tiempo fuera de sus casas, esto es, la verdadera situación en la que viven. Mirado desde el lado de la sociedad, debe considerarse además el aspecto del valor de la vivienda. ¿Vale realmente lo que vale el lugar dónde se vive, dadas las condiciones reales que ahora pueden verse mucho más claramente? Dentro de lo que es el derecho a la vivienda, ¿cómo está de salud la relación calidad y precio? Si bien antes señalé que en primer lugar están las personas que carecen de vivienda, la contrapartida es el nivel ilimitado de bienestar y comodidades del que gozan también algunas personas, que pueden contar no solo con una gran superficie interior de su propiedad, sino también exterior. Todos estos factores, así una persona viva sola o con otras (sea en pareja, como familia o en cualquier otra forma) juegan un papel fundamental en su dimensión psicológica. Y esto sin considerar otros aspectos de su vida (de salud, profesionales, de dependencias o psiquiátricos que ya preexistieran...). De repente hay que estar todo el día con uno/a mismo/a. En los tiempos que corren (o corrían), que cada vez han ido privilegiando más el hacer mucho y a mucha velocidad, sin tiempo para la autorreflexión y la convivencia con uno/a mismo/a y con los consiguientes grados de alienación, las paredes de la casa se muestran como un espejo en el que la persona, ahora totalmente desacelerada, no puede dejar de mirarse. ¿Cómo es esa imagen? La respuesta, tal vez más tarde o más temprano, irá pautando la forma en que el aislamiento afecte a cada uno/a. Irá hablando del grado de felicidad general que cada uno/a pueda tener, de satisfacción en el plano personal y/o laboral, de capacidad de autoanálisis y de fuerza y equilibrio interior para sobrellevar algo que escapa al propio control. Cuando además se convive con otras personas, pondrá a prueba esa convivencia. En relaciones interpersonales que ya no eran buenas, o donde existía abuso de algún tipo, el panorama se presenta en su peor versión. El aislamiento puede significar para muchas personas, empezando por las mujeres (sabemos por las noticias que efectivamente así es), padecer algo mucho peor que el virus, y que en muchos casos también termina en muerte. ¿Hasta qué punto de destrucción puede llegar el nivel posible de insatisfacción y/o de frustración que pueda albergar una persona? Y a futuro, ¿cómo será sobrevivir al aislamiento? 

¿Con o sin trabajo? ¿Con qué condiciones laborales? ¿En qué condiciones materiales, psicológicas y afectivas? ¿Con qué nivel de autoestima? 

Podría decir que el tema de esta reflexión en cierto sentido se centra menos en las víctimas directas del virus y más en todas aquellas personas que el sistema no ha considerado por entenderlas sanas (en tanto no infectadas de Covid-19). Los gobiernos, cada uno con su fórmula, con mayor o menor acierto, vienen intentando paliar la situación para que sus respectivos sistemas de salud no colapsen y pueda curarse y salvarse a los/las infectados/as. Y si bien, al mismo tiempo, vienen procurando que la sociedad en su conjunto no colapse, aquí también, con mayor o menor acierto, pero también con más o menos medios, con más o menos ingenio, con más o menos humanidad, muchos de los aspectos arriba mencionados (entre otros, sin duda) no han hecho más que ponerse en evidencia. El virus, que nos ha obligado a llevar máscara, ha dejado caer la máscara de un sistema que no se ha ocupado de cosas importantes relacionadas con el bienestar de sus integrantes. El capitalismo que conocemos actualmente (podría decirse: la versión que comenzó a gestarse desde la caída de la Unión Soviética y el Muro de Berlín, esto es, desde que se ha quedado sin oponente y sin modelo alternativo que oficie como freno), se ha desbocado enriqueciendo y aumentando el bienestar a niveles que superan lo obsceno a unos muy pocos y asfixiando lentamente (o no) a la gran mayoría que de buenas a primeras se ve dentro de sus cuatro paredes, presa del miedo a un virus que puede ser letal y que si no lo es, aun dentro de la cuarentena o pasada esta, probablemente lo/la dejará en peores condiciones socioeconómicas y sin ningún tipo de atención médica y psicológica especialmente diseñada para las consecuencias de una situación extraordinaria y en muchos casos traumática. ¿Atenderán los estados de cada país este fenómeno? ¿Se ocuparán de los/las afectados/as en lo económico, en lo psicológico, en lo psiquiátrico? Y, si sobrevivo al virus, si sobrellevo el posible trauma producido por la situación actual y el aislamiento, ¿sobreviviré a las condiciones generales y socioeconómicas posteriores a él? ¿En qué contexto se podrá dar esto, una vez que hasta defensores acérrimos del mercado libre con un estado mínimo no interventor han visto sus creencias contradichas y no dudan en (o se sienten obligados a) apoyar el intervencionismo del estado en nombre de la salud? Y dada tal intervención, adoptada en principio para la ocasión, cuando algunas de sus medidas, hoy excepcionales, muy probablemente se instalen de forma definitiva (como por ejemplo, aumento del control sobre la ciudadanía, digitalización forzada, limitaciones a la libertad de movimiento) amparadas en el desconcierto actual de las personas, ¿qué grado de salud tendrán los estados de derecho? 

El fenómeno en sí permite ver varias de las contradicciones presentes en la sociedad, como en, por ejemplo, la apelación a salir de esto todos juntos. En tiempos de individualismo exacerbado y de una altísima fractura social en la que el Otro como norma general no importa más que como instrumento, de pronto se habla de la sociedad como una, basada en la solidaridad y la colaboración de cada uno/a de sus integrantes. Recordando la frase de Los Tres Mosqueteros: una especie de sociedad de todos para uno y uno para todos. Es decir, frente a una adversidad que no mira a quién, en la que la clase social en la que se puede estar resulta indiferente, todos/as parecen resultar igualmente importantes. Al mismo tiempo, esa colaboración y solidaridad debe ser llevada desde el más cuidadoso confinamiento, es decir, a la distancia, sin contacto con nadie. De este modo, en una sociedad concentrada en la productividad, donde no importan las consecuencias destructivas que conlleva para la naturaleza de la que somos parte, en que la libertad es vista como el poder adquisitivo que se tiene cuando no se está trabajando, y promoviendo el tiempo libre no productivo, es decir, de puro entretenimiento y no de crecimiento personal, cultural o intelectual, con una oferta que valora sobre todo su capacidad de distracción, aparecen, de un día para el otro, "los héroes", que lo son y lo eran ya antes (pero aparentemente nadie los veía) y se merecen todo el respeto y los aplausos que han venido recibiendo, pero se lo merecen siempre, no en un momento dado. Aparecen los héroes. ¿No suena hasta infantil? 

El/la cajero/a de supermercado, el personal de entrega a domicilio, el personal médico (especialmente los/las enfermeros/as), por poner algunos ejemplos, son vistos con otros ojos, ya no son inútiles que no saben cómo salir adelante en la vida o (en el caso del personal de hospital, por ejemplo) como personas que desempeñan una labor digna, pero cuyas condiciones laborales, interminables jornadas de trabajo y niveles de salario no importan, sin mencionar el maltrato que sufren en muchas ocasiones. Ahora son los/las mártires que se sacrifican por el bien de la humanidad, proveyéndola de alimentos y atendiendo su salud a riesgo de perder la propia (como sucede y ha sucedido). Repito: no se trata de criticar el aplauso, sino de señalar cuánto puede haber de hipocresía. ¿Qué pasará con todas esas personas luego de que pasen sus 15 minutos de, así entendido, heroísmo? ¿Saldrá la gente a solicitar mejoras para ellos/ellas o todo quedará en un reconocimiento simbólico una vez se reanude la vida en condiciones más normales? ¿Cobra conciencia la gente de la importancia de muchas profesiones que preferimos que hagan otros/as o que se consideran vocacionales, no productivas, y por tanto, sujetas a condiciones que uno/a en ningún caso desearía para sí mismo/a? 

Por otro lado, muchas personas a las que la sociedad ha otorgado el status de "héroe" y con las que éramos bombardeados todo el tiempo incluso fuera del ámbito de su profesión, usualmente, por citar dos ejemplos posibles, figuras del entretenimiento (especialmente del deporte y en particular del fútbol) o influencers (esas personas que no se sabe bien qué virtudes tienen, pero se presentan como modelos para muchas personas a través de su omnipresencia en el mundo virtual y las redes sociales), de repente, desaparecen, no tienen nada para decir. ¿Qué podrían decir? ¿En qué tipo de modelo podrían erigirse? En muchos casos sí que han actuado, no se trata de parecer injusto, y han contribuido con la ayuda a enfermos/as y personas con carencias. Esto demuestra un buen rasgo de humanidad que sin duda los/las enaltece. Pero no me refiero a lo que son, sino al lugar en que la sociedad los ha puesto. 

La pregunta, en todo caso, es ¿qué dice esto de nuestra sociedad? y ¿dónde ha ido depositando sus valores (se me podría incluso preguntar cuáles)? ¿Por qué el mundo necesita de esta situación para darse cuenta de que dejar la sanidad en manos del mercado transforma un servicio básico y esencial en uno que se rige por las leyes de la oferta y la demanda, es decir, que no ve personas o pacientes, sino clientes? ¿Por qué en el mundo, según lo conocíamos, nadie pataleaba por la situación de muchas personas que desempeñan profesiones que la situación actual expone como relevantes y de primer orden, al tiempo que no criticaba las cifras millonarias que perciben otras personas en ámbitos por los que hasta el/la otrora más apasionado/a ahora ni siquiera echa en falta? Al mismo tiempo y de apariencia paradójica, ¿no revela esa enfermedad llamada virus Covid-19 que ya había una gran enfermedad? ¿No será el virus precisamente la llama que inicie algún cambio y funcione así como una posible esperanza de cura? 

Con cierto temor he venido observando que las predicciones a este respecto normalmente se formulan en tercera persona. A veces incluso por parte de reconocidos/as pensadores/as. Pero la sociedad es la suma de sus integrantes, que si no asumen un papel activo en su cotidiana construcción, entonces obliga a formular la pregunta de ¿quién es esa tercera persona? ¿En manos de quién quedará el poder de decisión, no ya solo sobre la tan mentada "nueva normalidad", sino sobre el tejido todo que conforma el sistema, es decir, sus individuos? ¿Se saldrá de esta situación con más fortaleza o con mayor aturdimiento y resignación, es decir, de forma tal que una vez superado el miedo al contacto con las demás personas, se actuará con mano propia, o se dejará "que las cosas se arreglen solas"? ¿Es esto tan solo la antesala, no de un nuevo brote del mismo virus, sino de la aparición y propagación de nuevos virus que incluso pueden ser más contagiosos y letales? Finalmente, ¿qué máscaras caerán, cuáles permanecerán y cuáles aparecerán? 

El presente texto, como puede verse, tiene muchas preguntas que he dejado sin respuesta. Con optimista ilusión espero que quien haya llegado hasta aquí se sienta impelido/a, si es que esto no ha sucedido ya, a hacerse no solo estas preguntas a sí mismo/a, sino también muchas otras más, y que así contribuya a una reflexión propia que redunde en un actuar beneficioso de cara a un posible futuro mejor. 

Iani Haniotis Curbelo es Licenciado en Filosofía (FHUCE, Montevideo) y Magíster en Literatura (LMU, Munich). Actualmente reside en Alemania. Textos suyos pueden leerse en http://territoriometeco.blogspot.com/ y en http://nolandsmann.blogspot.com/

 

Columnistas
2020-07-06T07:04:00

UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias