Buena vecina
Mónica Díaz
12.11.2020
Corría los patos por la quinta del fondo, enterrándose los únicos botines que tenía. -Andá a cambiarte, Cholita, Ya es la hora de la escuela. Se oyó la voz de Margarita, la vecina de al lado.
Como la madre aún no había llamado para comer, seguía divirtiéndose con los patitos huérfanos que la seguían por dónde se metiera, inocentes, crédulos, abandonados. Le encantaba mirarlos en fila detrás de ella y se carcajeaba cuando apurando el paso, se intentaba esconder y ellos se desesperaban por encontrarla.
Había visto cómo su madre había puesto al racimo de inocentes en la cama grande, envueltos en una frazada cerca del brasero.
- Mala suerte, la pobre-. "Porca miseria".
De pronto, la sobresaltó el grito llamándola y salió disparando para adentro. No quería otra vez terminar con la oreja colorada.
-Lávese la cara y las manos-.
Comió rapidito el ensopado y se fue a poner la túnica. Había sonado la primera sirena de la fábrica de vidrio. Le quedaban pocos minutos para llegar. Se cruzó la cartera, se puso el saquito de lana y salió.
-Agarre una manzana-, la despidió la mama desde el piletón.
Iba corriendo por la calle Azara cuando sintió un tirón en la cintura. Le quedaba poco tiempo para que tocara la campana, así que siguió.
-Pero Cholita, otra vez tarde. Y en ese estado. Hoy tenemos paseo-, dijo la maestra.
Se miró los zapatos y sintió vergüenza. Se acomodó las medias hasta la rodilla: una gama de líneas grises y marrones dibujaban el fondo que alguna vez quiso ser blanco.
Sentía cierta flojedad entre las piernas, como si algo se le cayera y automáticamente, sin pensarlo hizo un gesto acostumbrado: puso su mano en la cintura, pellizcó la ropa y tironeó hacia arriba.
Formaron la fila y salieron. Fue mirando a sus compañeras con moñas blancas en la cabeza y túnicas de percal almidonadas. Le gustaban más las que tenían puntillas en los cuellos. Algunos habían llevado flores. Nadie hablaba.Salieron caminando por Comercio y otra vez la flojedad entre las piernas.
Cada tanto la maestra, de inmaculada túnica bordada y ramillete de violetas en el ojal, se detenía para que la fila se mantuviera perfecta: las niñas del lado de adentro y los varones del otro, siempre de la mano con el compañero. Esta era una situación preferida por Cholita: siempre le tocaba con Juancito que era bueno y la convidaba con caramelos, sin que se diera cuenta la maestra.
Llegaron finalmente. Una casona blanca rodeada de jardines, con puertas y postigos de madera oscura. Abrieron el portón de hierro y entraron en silencio. La maestra golpeó con la manito de bronce y para el asombro de todos, ella misma les abrió y los hizo pasar. Atravesaron la casa hasta llegar al fondo lleno de naranjos y tangerinos. En el medio había una higuera enorme, como un gigante gris. Cholita las conocía bien. Se pasaba los veranos trepada, eligiendo los higos más maduros en el fondo de su casa.
Mientras caminaba el gesto se iba acentuando cada vez más: un pellizco en la cintura y tirón para arriba.
Se sentaron debajo de la parra seca alrededor de una mesa grande, a la salida de la cocina, donde daba el sol. Sobre la derecha había una pajarera pintada de rojo. Se oía de manera constante una parejita de canarios. A Cholita les dio pena.
Había galletas y chocolate caliente y mientras todos comían, sintió en el hombro una mano delicada, perfumada: - Vení, Cholita-.
La señora de la casa le pidió que la acompañara. Subieron una interminable escalera de madera y se abrieron las puertas de un baño impecable, todo blanco, con toallas suaves y un ramito de tilo sobre la pileta.
Con voz delicada, la señora de sonrisa tenue y pelo oscuro le preguntó: ¿puedo ayudarte?. En ese instante Cholita volvió a pellizcarse la cintura y tirar para arriba y se dio cuenta del ofrecimiento. Le entregó tímida y avergonzada la pequeña bombachita blanca. Quedó sola en aquel espacio enorme y limpio, sentada sobre un banquito, mirando los perfumes y jabones apoyados sobre una mesita con carpeta de algodón y terminaciones de crochet. No se atrevía a mover. Sólo miraba y esperaba.
La señora golpeó, discreta, la puerta, pidió permiso y entró. Cholita se vistió con la prenda reparada y cuando estaba pronta ya para salir, Juana, la vecina del barrio, la poeta uruguaya, la mujer sencilla que toda América admiraba, le lavó la carita con jabón de azahares, la peinó y le puso agua de colonia.
Mónica Díaz
UyPress - Agencia Uruguaya de Noticias