Rodney Arismendi: la coherencia que desarrolló la dialéctica entre democracia y socialismo en Uruguay. José W. Legaspi
18.11.2025
Después de publicar una columna sobre la investigación histórica de mi querido amigo Fernando López D’Alesandro (Demócratas y ortodoxos. Una historia de la izquierda uruguaya. 1900-1990) donde dedica buena parte de la misma a tratar de dejar a Rodney Arismendi como referente dogmático, recibí comentarios de todo tipo.
Uno de ellos, de otro querido Fernando, pero este de aquella maravillosa Izquierda Democrática Independiente (IDI) de mediados de los 80, que advertía, con cariño pero también con fina ironía: "No sé quien escribe más, si el pariente o el comunista, pero esta buena la nota". Trataremos, entonces, de estar a la altura y despojarnos de referencias "familiares".
Reitero enfáticamente lo dicho en la anterior columna: el trabajo de López D'Alesandro, claro y pedagógico, permite entender las continuidades y rupturas que definieron a la izquierda en Uruguay. Pero también abre el espacio para discutir que deja fuera esta narrativa y cómo el peso de la ortodoxia configuró un legado ambivalente entre la fidelidad doctrinaria y la vocación de unidad política.
El historiador ofrece en esa importante y documentada investigación una lectura sugerente sobre la historia de la izquierda uruguaya, que intenta narrar su evolución intelectual como un tránsito desde la rigidez dogmática hacia la apertura democrática. Pero tras esa voluntad de conciliación se esconde una categoría ideológica más profunda: la construcción de una falsa antinomia entre "demócratas" y "ortodoxos", que termina reproduciendo los prejuicios de la transición posmoderna y despolitizando la historia del pensamiento marxista nacional.
El libro propone un relato en el cual Frugoni encarna la racionalidad democrática, la sensibilidad humanista y el pluralismo, mientras que Arismendi aparece como su reverso: el defensor del aparato, el doctrinario soviético, el obstáculo al aggiornamento. Esta lectura, si bien refinada en su prosa, incurre en una serie de distorsiones conceptuales que conviene señalar, porque en su afán de emancipar a la izquierda del "lastre ortodoxo", termina amputando la dimensión estratégica y teórica del marxismo arismendiano.
El primer problema es metodológico. López D'Alesandro juzga los debates del siglo XX uruguayo desde una matriz posterior a 1989, en la cual la democracia liberal se erige como única forma legítima de política. Desde esa posición, todo proyecto revolucionario o estructuralmente anticapitalista es leído como nostalgia autoritaria o ceguera doctrinaria.
De ese modo, Demócratas y ortodoxos transforma una tensión histórica -reforma y revolución, democracia y socialismo- en un conflicto moral entre apertura y rigidez. El marxismo deja de ser método de análisis para volverse síndrome. Esa operación anula el contexto: Arismendi no hablaba desde el confort del fin de la historia, sino desde un país dependiente, en plena guerra fría, donde la correlación de fuerzas imponía pensar la revolución con una estrategia de acumulación política realista.
Su "ortodoxia" no fue dogma, sino coherencia táctica y teórica: fidelidad a la idea de que la democracia solo adquiere sentido cuando se traduce en poder popular.
Una lectura habitual convierte la "ortodoxia" en rasgo de carácter: disciplina + obediencia = dogma. Ese procedimiento transforma la historia en novela psicológica (Arismendi, el inflexible). López D'Alesandro replica esa biografía moral: admite el ingenio de Arismendi, pero lo presenta como "víctima de su fidelidad" o como obstáculo necesario en la modernización de la izquierda.
Arismendi no defendió normas por adhesión pasiva, sino por convicción metodológica: la fidelidad al método marxista -la dialéctica heredada de Marx- no es ortodoxia ritual sino exigencia de coherencia analítica. Defender el método no equivale a copy-paste de Moscú, y Arismendi lo demostró discutiendo y reconfigurando conceptos centrales (como hace en sus textos sobre democracia y revolución), no repitiendo consignas.
Uno de sus méritos -que el libro no reconoce- fue haber articulado una lectura marxista de la democracia, no como concesión liberal sino como terreno de lucha y horizonte estratégico. En su propuesta de "democracia avanzada", la institucionalidad republicana debía ser profundizada y socializada: más participación, más control popular, más poder colectivo.
Arismendi entendió, mucho antes de la moda gramsciana en América Latina, que la batalla política debía librarse dentro y fuera del Estado, en los sindicatos, en la prensa, en la cultura. Si algo caracteriza su obra, es precisamente la voluntad de pensar la hegemonía desde la dependencia, no de copiar modelos europeos.
Arismendi fue coherente en tanto su práctica intelectual y política buscó mantener la relación teoría/organización: su crítica no rehuía la pluralidad táctica (el Frente Amplio lo prueba), pero exigía que la pluralidad tuviera un norte transformador, no que fuera un catálogo de cosmética plural. Su "ortodoxia" es, por tanto, coherencia con un horizonte: el socialismo como transformación de las relaciones de propiedad y poder, y no mera administración del Estado.
El Frente Amplio como síntesis, no como ruptura
Las interpretaciones simplistas oponen a Frugoni (el «demócrata») y a Arismendi (el «ortodoxo») como si ambos defendieran proyectos inconmensurables: Frugoni, reforma gradual; Arismendi, revolución insurrecta.
Tanto Frugoni como Arismendi compartieron dos intuiciones centrales: (a) la necesidad de construir poder popular (no solo representación formal), y (b) la importancia estratégica de disputar hegemonía cultural e institucional. La diferencia real fue táctico-contextual, no ontológica: Frugoni privilegiaba la táctica democrática como medio para construir hegemonía; Arismendi entendía la democracia como terreno y meta, pero con el requisito de una correlación de fuerzas material que la hiciera efectiva.
Leer a Arismendi como enemigo automático de la democracia es ignorar sus textos donde formula la idea de "democracia avanzada" y el carácter del Frente Amplio al respecto. Su propuesta fue: usar la democracia para socializar poder -pero no confundir la forma burguesa con el contenido liberador. Esa postura es coherente con una lectura gramsciana: democracia no como fin liberal, sino como terreno de acumulación de fuerzas.
López D'Alesandro sugiere que el Frente Amplio representó la superación de la "ortodoxia" arismendiana por la vía del pluralismo. Pero los hechos muestran lo contrario: el Frente fue, en buena medida, la concreción de la estrategia de unidad popular elaborada por el PCU y por Arismendi en particular.
Fue él quien defendió la alianza entre fuerzas sociales heterogéneas sin diluir el horizonte socialista. Su propuesta de "unidad en la diversidad" no implicaba capitulación ideológica, sino articulación estratégica. Confundir esa coherencia con rigidez es leer desde el presente lo que en su tiempo fue una de las experiencias más originales de convergencia política en el Cono Sur.
El problema no es que Arismendi haya sido demasiado ortodoxo: es que quienes heredaron su instrumento lo transformaron en aparato de gestión sin horizonte.
Ortodoxia como fidelidad: ética de la coherencia
Otro de los malentendidos que reproduce Demócratas y ortodoxos es la idea de que la "fidelidad" arismendiana a los principios del marxismo equivalía a obediencia acrítica. Pero en realidad, su fidelidad fue ética antes que doctrinaria: fidelidad al método, a la clase, a la idea de emancipación como proceso colectivo y no como reforma de élites.
El Frente nació, históricamente, como coalición amplia con contenido -no como agregación de moderados-. Arismendi y el PCU empujaron la idea de un bloque que integrase sectores sociales diversos para disputar hegemonía. La instrumentación práctica del Frente en los setenta y su larga lucha muestran una estrategia coherente: ir construyendo poder social e institucional simultáneamente.
Si el Frente devino en partido-gestor y se institucionalizó, la culpa no recae en el que propuso la alianza, sino en quienes, ya en el gobierno, convirtieron la coalición en aparato de gestión y abandonaron la lógica de disputa. Arismendi propuso síntesis estratégica (masa + conciencia + organización); la traición fue de quienes aceptaron el marco neoliberal sin luchar por transformarlo.
Arismendi no confundió la flexibilidad táctica con oportunismo. Fue coherente al recordar que toda táctica -por democrática que sea- debe responder a una estrategia. Esa coherencia es lo que hoy se le reprocha, en una época donde la política ha sido reducida a comunicación y gestión.
La intelectualización despolitizadora
El libro de López D'Alesandro se inscribe en una tendencia más amplia: convertir la historia del marxismo uruguayo en materia de estudio académico desprovisto de conflicto. Los términos "demócrata" y "ortodoxo" funcionan aquí como categorías morales, no como posiciones de lucha. Esa estetización del pasado anula la función del pensamiento marxista como arma crítica.
Arismendi no fue un pensador de biblioteca: fue un dirigente que entendió la teoría como herramienta de acción. Su lectura de la dependencia, su interpretación del imperialismo y su preocupación por la formación de cuadros no responden al ritual soviético, sino a la convicción de que sin teoría no hay práctica revolucionaria posible.
Las preguntas que se planteaban Arismendi y sus contemporáneos (problema del imperialismo, reorganización internacional, articulación de reforma y revolución) tenían aristas que hoy ya no se formulan igual. Juzgarlos con parámetros de "gestión democrática contemporánea" borra la especificidad de su problema: cómo construir poder popular en un régimen de dependencia y hegemonía capitalista internacional.
Arismendi pensaba en términos estratégicos para su tiempo: cómo enfrentar la subordinación continental, la vulnerabilidad de los movimientos de masas y la cooptación sindical. Su insistencia en disciplina de clase y unidad política es coherente con esa prioridad: preservar capacidad de ruptura cuando se abriera la correlación de fuerzas, y consolidar hegemonía cuando fuera posible.
Restituir la coherencia arismendiana
Arismendi articuló teoría y práctica: la teoría para diagnosticar y planificar -la política para organizar y actuar. Sus análisis del PCU, del trabajador del campo, de las capas medias, etc., muestran una voluntad instrumental: teoría para intervenir. La dialéctica que defendía es, precisamente, esa unidad.
Si la teoría es un instrumento de lucha, su exigencia de rigor metodológico es coherente: no es purismo estéril, es cuidado para no convertir la acción emancipadora en improvisación. Arismendi exigía coherencia estratégica para que la movilización no se disolviera en gestos simbólicos.
La tarea, entonces, no es "superar" a Arismendi, sino releerlo desde las necesidades actuales de la izquierda: cómo reconstruir estrategia en un tiempo de fragmentación; cómo mantener horizonte sin caer en sectarismo; cómo rearticular hegemonía popular sin burocratizarla.
En ese sentido, el mayor límite de Demócratas y ortodoxos no es su interpretación, sino su falta de comprensión de la dialéctica entre fidelidad y crítica. Arismendi no fue un enemigo de la democracia, sino uno de sus teóricos más lúcidos dentro del marxismo latinoamericano.
Su coherencia -tan denostada- es hoy una de las lecciones más urgentes: sin método, sin horizonte y sin disciplina intelectual, toda política emancipadora termina absorbida por el orden.
Arismendi y la hegemonía cultural
A Arismendi se le critica no haber "modernizado" el discurso cultural de la izquierda, haberse quedado en crucigramas doctrinarios.
Sin embargo, trabajó la cultura política: la idea del Frente como instrumento de hegemonía implicaba batalla cultural y educación política. Su preocupación por el partido, la prensa, las escuelas de cuadros es evidencia de que no subestimaba la dimensión cultural.
Su coherencia radica en vincular la construcción institucional con la guerra de posiciones: sin hegemonía cultural, la conquista del Estado es incompleta. Eso lo aproxima a Gramsci más que a un rígido burócrata.
Arismendi no defendió ciegamente modelos externos: discutió derivas, valoró lecciones y propuso un camino propio (Frente, democracia avanzada, hegemonía). Eso es praxis autónoma, no copia.
Restituir a Arismendi a su papel teórico-político
Rodney Arismendi no fue un fósil doctrinal ni un dogmático de salón. Fue un estratega que intentó traducir la lógica marxista a la realidad uruguaya: su coherencia reside en mantener la dialéctica entre democracia y socialismo, estrategia y táctica, teoría y organización. Las interpretaciones que lo descalifican por "ortodoxo" suelen ser el resultado de una lectura pos-histórica que busca legitimar la desideologización.
La coherencia de Arismendi es la de quien se niega a transformar al marxismo en un catálogo de facilitaciones para entrar en la administración. Conservó la tensión estrategia/ táctica, sabia que el terreno político exige formas diversas pero con un norte.
Defender la coherencia de Arismendi no es volver a la nostalgia del siglo XX: es recuperar herramientas para pensar una izquierda que hoy necesita más estrategia que gestión, más horizonte que acomodación. Esa recuperación exige devolver a la política su capacidad crítica y transformadora. En ese reto, la insistencia arismendiana en método, disciplina y horizonte no es un lastre: es una lección.
Foto: Rodney Arismendi, en 1984 / Nelson Wainstein
José W. Legaspi